La temblorosa opacidad
Hay una colección de bruma en sus pestañas
que va impidiendo infiltrarse al sol en las pupilas
y el día se le niega.
Brumas difíciles
en que las mañanas engloban la sensación del mal
consecutiva a dormir con el demonio
sentado sobre el diafragma, hablando estupideces
y trayendo cohortes de muñones.
En el espejo del baño los ojos tienen bruma
y tiene bruma el rostro que a veces reconoce
y otras veces no.
Lo mira con la misma indiferencia,
siempre.
Se miran, ambos, con la misma indiferencia,
como un calco sombrío uno del otro,
en dos extensas y devastadas planitudes.
Eso es lo interesante del asunto:
que todavía se miren.
La rabia dividida
Soy un animal viejo.
No me busques la boca cuando calla
porque despierta muerde.
No me busques la lengua de matar
que no ha lamido la suficiente sangre, todavía,
y conoce el reto en el idioma
de los no disciplinados en el autocontrol.
No me busques el gesto
porque
no avalo nunca a los supremos
pero creo en las supremacías
y además me gustan las sandalias
los descalzos
los que andan a pie en el laberinto
tanteando las paredes.
Cuando me insultes
estos
son mis ojos
y quiero que te dirijas a ellos al hablarme
y no expulses tu flema a la tribuna
con soslayos ridículos que no nos hacen bien.
Soy un animal viejo que te mira
paciente y visceral
como a los niños que no le apetecen
porque no come niños.
Se me han ido las ganas de escucharte.
Se me han ido las ganas de la larga retórica
en que los dioses nunca dicen nada.
Estoy harto de dioses sisebutos
y de émulos de dioses
y de largos y obtusos superados
en el liviano arte de vivir.
La voz evaporada
Marchábamos en procesiones húmedas de sudor lacrimoso
en el que encallaban los barcos de la tierra.
Polvorientos y pálidos como fantasmas de arcón
íbamos y volvíamos del mundo
apenados y correctos,
imparciales de toda parcialidad,
sin objetar la vida.
Yo tenía, por entonces,
esa cara vital de ángel muy torpe
al que han destituido de sus fueros
y se arregla entre humanos como puede.
Un rostro desconocido e intrigante
con un gesto de demonio atónito
desabastecido y preguntón,
doliente en su curiosidad de las sinrazones de la vida.
Todo era inexplicable ante mis ojos
que no sabía cerrar.
Acto multidisciplinario
Vienen con sus morales de reloj
y sus cuadros de santos.
Vienen a hablarme de la bondad
como si yo todavía fuera un húerfano no prostituído,
un húerfano recién orfanado,
un cachorro de perro en un madero
después de la zozobra de sus músculos.
Vienen con sus morales de mural religioso
y de osamenta de almanaque
a hablarme de dolor desde su esfera de lidocaína
osados
anestésicos
anacrónicos
óptimamente acomodados al enamoramiento
y a la silla ergonómica.
Vienen con sus recitaciones de salón con beatos
a hablarme de las políticas correctas
para el género humano
con sus bocas untadas de pan
y sus dedos satisfechos de arroz con mejillones.
Vienen a decirme lo que está bien
con una Biblia costumbrista bajo el brazo blindado
porque todavía hablar es gratis
en algunos lugares
Máscara en el papel
El simio se ha arrancado la máscara
y el público se tapa la cara con las manos.
Estaba incómodo
con esa cosa ahí, cubriéndole los dientes y las fosas nasales
y como es un simio que no mide sus actos
se quitó los ahogos.
El público
no ha pagado por ver un simio arrancarse una máscara de príncipe consorte emancipándose.
Ha pagado por ver lo correcto,
eso que siempre está bien en todas partes
como un pretencioso objeto artístico
moldeado sólo para la codicia del prójimo.
El simio,
ahora que respira y que ya no parece un príncipe
enseña el simieso culo al público
monamente arbitrario y turbulento
como una monería.
La gente abandona el circo
sollozando precipitadamente.
Pabellones públicos
Camino por el cementerio
con su voz de gato sincopado pegada a las orejas.
Camino con un ramo de flores brutales
sacudido por una vertiginosa hilaridad
que se parece al llanto.
Abigarrado por distintos tonos a muerto
el aire es una espesura tormentosa
contra la que pegoteo mis instintos de conservación.
Cae una tarde de estopas azules
que invita a darse un inefable atracón de borracheras.
Ella me sigue.
Su voz de gato navega por pasillos de piedra
como una flor que nada.
Yo me escondo en las tumbas para que no me encuentre
y la escucho llorar
perdida como la voz de un niño en un derrumbe.
Continuamos malogrados de uno en uno
sin aprender la boca de llamarnos.
Voz vidriosa
Sobre la piedra hay una gota rígida.
Una gota maciza como un parche de vidrio
y echa fulgores irreverentes,
fulgores que distraen la mirada hacia ellos.
Brilla con la inquietud del ojo de un pájaro
traslúcida y brutal.
Permite leer el nombre sobre el que resbala
sobre el que se curva
sobre el que se detiene
como un punto de luz en la opaca serenidad mortuoria
de un muerto sin parientes.
Y la gota está allí, terca e impávida,
como una agreste lágrima vitalicia.
La rozo con el dedo mientras camino a tientas
y ella es un acto quieto y asesino
que se vuelve conmigo hacia este otro rincón todo de muertos.
Mi compañero dice que me sangra
el dedo de la lágrima.
Me lo llevo a los labios y la apago.
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