(Solo después de Esther z'l)
Echo a un lado el
silencio.
Lo echo a un lado como
una parte rota
que no admite –de
nuevo– compostura
y sé perfectamente que
nunca arreglaré.
Quedará así, como un
costoso aparte,
una pieza inmóvil y
latente
que el mecanismo de
vivir no reconoce.
Echo a un lado el
silencio.
Lo rebato de mí
como una oscura ráfaga
azota una ventana
que se sacude y triza en
su golpe infinito.
Silencio que revienta un
resplandor
de cristales anónimos
molidos por la vida,
por el empuje a muerte
de la vida,
por la efímera vida y
sus largos descartes
que no consiguen
siquiera ser presencia,
impronta,
hueco
en el costado
del que se me ha
ausentado el corazón.
Echo el silencio –igual
que una semilla–
a los surcos que trazo
en el desierto.
Los agasajos de la
muerte llegan de manera espontánea.
Llega con sus
obsequios a media tarde
lo mismo que un
cartero de frontera
camina distancias
inconcebibles
sin que se le hinchen
los pies ni le pese la saca.
Pide hospedaje
si la noche cae cuando
extiende su mano
y su constancia de:
“firme aquí, por
favor, aclare el nombre”.
La muerte llega sin
tribunos ni címbalos,
vestida casualmente
dulcemente
como si entre sus
hábitos estuvieran
la compra en el
mercado,
el té,
salir de una chistera
y la conversación
inteligente.
Todos aprendemos a
vivir cinco minutos antes
–le tengo dicho–
pero ella insiste en
esa pose de secretaria consular
y yo persevero en no
pedir la visa.
Está enamorada de mí.
Por eso hurta
repentinamente
esas pequeñas
historias felices que quedan a mi lado.
Dicen que siento ira.
Que soy un animal
hecho de ira,
atorado de enojo,
descompuesto en las
rabias
con un corazón de
laderas volcánicas y fértiles
cuyo interior está
atado a los relámpagos.
No llueve nunca en mí.
No me siento un león
ni un tigre ni un jaguar
al día de hoy.
Mirándome en la sombra
del hombre huracanado
en mí hay un
paquidermo mal herido,
un elefante viejo en
las selvas del Congo
que arrastra su
estructura inconmovible
por los caminos que lo
llevan a ninguna parte.
Viaja solo, porque
elije caminos que lo llevan
a ninguna parte.
Viaja solo porque la
muerte tiene
esos ridículos celos
de mujer
y se ha vuelto el Rottweiler
del vecino,
un hortelano manco
que siembra nabos todo
el puto día.
Perra del hortelano se
me ha vuelto la muerte.
Mansa perra que duerme
en el silencio
de sus múltiples
cómplices.
Lo que la jode más es
que no gimo
ni suplico ni lloro.
Se lo hago a
propósito, igual que a los verdugos.
Cuando salga de este
estado de imbécil certidumbre
voy a limpiar mis
armas.
Soy un coleccionista.
Una especie de jíbaro
reducidor de espantos
que nadie tiene en cuenta
como si sucedieran sólo
en cuentos de Hollywood.
Justamente por ser eso
que soy
–un buen amante–
la muerte no me deja a
sol ni a sombra.
Somos un dúo dúctil y
afinado
que ha desdeñado en la
herencia la flor de la piedad
y se ha quedado con
las partes prácticas.
La basura siempre es
buen negocio.
Cuando salga de este
estado imbécil,
de este estado
decrépito que da la rebelión
y pueda sostener las
ganas de matar con las dos manos
nadie podrá decirme
que no haga lo que tengo que hacer
nadie podrá decirme
que piense en el futuro
o en cosas positivas
o en eso tan manido que
no sirve de nada:
“tenés por qué vivir”.
Lo único que sirve es
la batalla.
Y siempre queda la que
no he librado
todavía.
Empiezo a replantearme
la agudeza de mi toxicidad
mientras la muerte
pasea por el cuarto.
Hemos conversado
largamente sobre su celotipia
pero ella no la admite
porque para algunas
cosas
es una chiquilina que
no diferencia el bien del mal.
“Porque no debo”, dice
y me repite la igualdad de su ley.
Somos injustos y
apátridas de Dios
para cumplir nuestro
deber y nuestras mierdas
y los dos lo sabemos
así que trabajamos con
el código
-y sin el sentimiento-
que es bastante
confuso
está sin traducir
y se presta a toda
clase de interpretaciones ambiguas
muy ambiguas
que siempre suenan a
justificaciones y a gravamen.
No hago reclamos.
Asumo lo que hay.
Sé que a la muerte le
gustaría verme armarle bardo
y que la haría feliz
con cuatro lágrimas.
Yo también soy la
muerte algunas veces
pero no se lo explico
Ahorro así que me aburra disertando
sobre su simbólica
femenina.
El dolor es una
actitud íntima.
Es un acto privado,
parecido a la masturbación.
Algo que sucede para
con uno mismo
y el resto queda
afuera.
El exhibicionismo, sin
embargo,
está bien visto en
cuestión de dolor,
y resulta políticamente
recomendable
apologarlo a como dé
lugar.
De ese modo
los demás no nos
acusaran de habernos excedido
en nuestro punto de
congelación
y nos verán normales,
sufridores expresivos
y expansionistas,
dativos dolorosos,
lloríficos
y encatastrofados por la
zancadilla
de la que somos
víctimas patéticas.
Si escenificamos el
dolor como un ritual karmático
haremos felices a
aquellos que nos miran
esperando la lágrima,
el grito
y la desgarradura
pero si me masturbo en
público, voy preso.
Todo comienzo empieza
desde cero.
Siempre estoy re empezando
desde esta base que se
mantiene intacta
o se repone, cada vez,
en un service rápido
para chapa y pintura.
Masillo con
displicencia los nuevos agujeros,
lijo un poco el
enduído plástico,
doy cuatro pinceladas
y ya está.
(Como es apenas otro
nuevo parche
no me importa si el
tono no es el mismo).
Al fondo de mi espejo
pintarrajeado con
sucesivos matices de ocasión
hay un color escarcha,
un color indeleble
sobre un paisaje en niebla.
Permanezco en él.
Es un cuartel de inviernoparasiempre
en el que me he
exilado como una bacteria criogénica
capaz de destruir al
mundo entero.
Se rompe lo que miro
y lo que roza mi vida
bajo cero se quiebra sin hablar.
Se quiebra, se va, se
me deshace.
Como estoy congelado,
permanezco.
Me cuesta caer en la
cuenta de las cosas.
No es que soy un puto
pescado
con memoria de pez,
sangre de pez y esa actitud de pez
estólida y helada.
Tengo en común con los
peces el amor por el mar
y la profundidad
(cuestión de eufemística).
He aprendido a tomarme
las tragedias mejor que los amores
y que las alegrías,
aunque caigan peor
y tenga que irme hasta
lo más oscuro para hundir la cabeza
en mi conmigo.
Así me vuelvo un pez y
me buceo en la náusea y la pregunta
enterrado en un barro
en el que cavo
con la nariz y el
miedo.
Espero en ese barro de
mi especie de frozen
que se resuelva en
viento la marea que trajo al tiburón
y luego, afilo los
puñales de todas mis aletas
y lo cazo en la sangre
del viejo territorio que disputó a mi sangre
su dentadura hecha con
certezas.
Yo no tengo certezas.
Tengo furias
que resuelvo en
combates desiguales de los de mate o muera.
Al fin y al cabo, soy
el karma ajeno.
Y es mejor estar lejos
de los karmas con olor a pescado indiferente.
Un niño en llamas.
Qué extraña forma de
describir a un hombre
tenía la mordaza de
los hábitos
y ese olor a
explosivos que era el digno perfume de la piel.
Un niño en llamas al que
repentinamente hace cenizas
una infracción del
viento y así se desintegra,
en un vuelo de trozos
impalpables que se escapan del sol
y se refugian en desaparecérsele
a la luz.
La vida momentánea es enorme sin fuego
que revenga el metal
del corazón
o lo trabaje a maza y
a potencia, sin templarlo siquiera,
sólo a golpes y
espasmos
y estos amargos
calambres de la ira.
¿Cómo voy a explicar
este desastre
si tengo manco el don
de acariciar?
¿Cómo explico la
ausencia y la memoria y haberme despertado
en la mitad de nada
como un pozo en el que
cabe un hombre que no soy?
Me voy de aquí como si
ni siquiera hubiera estado
llorando en el
silencio de mi boca.
Me voy de aquí, vacío,
inaccesible, inerme
y malhadado segador de las flores.
y malhadado segador de las flores.
No digas nada.
Aquel niño que ardía
se ha quemado.
Tengo
que acomodar la desventura al peso del deber.
Cierro
la boca para observar el día y su cadencia
de
funeral del alba
y
atiendo a los rigores mientras pienso en las pequeñas piedras
que
abandoné sin nombre
a merced
de algún sepulturero que igual las deje allí
como un
olvido
como uno
más de todos mis olvidos.
Acomodo
la piel a la constante purga de las mudas
y me
vuelvo el reptil
de pellejo
gastado como un cuero de roca frente al tiempo
en que
no se vendimia ningún tipo de calma.
Otra vez
solo
como un
gajo de mineral de altura al que no llega más que el alto pájaro
devorador
de presas que no lo ven venir.
Los
planes siempre son para los otros que pueden hacer planes.
No creo
siquiera
desde
esta soledad
que
acaso el carpe diem sea lo mío.
La
muerte se abalanza sobre cualquier valija
con que
quiera viajar hacia el futuro.
Si le
asisten derechos, no lo sé, ni sé qué trato hicimos.
Seguramente
estaba extremamente ebrio
y ella
tiene esas tetas magníficas
seductoras de huérfanos de madre.
Hice un
trato letal que no recuerdo.
Yo no arrastro los
pies al caminar
pero el cansancio
existe en la pisada con que remonto el día.
Hay un algo animal en
el suspiro
que llevo atragantado
igual que el grito
prendido de los
dientes como el grito deforme
conque apenas murmuro
encima de aquel nombre
que nunca más diré.
Me he quitado el buen
nombre de la angustia
y ando solo y a pie,
todo de angustia y sin el nombre vértice
en que apoyaba mis
desequilibrios
como un suicida atento
a los pronósticos de que llueva
el día de su muerte.
Odio a Dios en
silencio, con este hombre que soy asido a los despojos
y me pregunto hasta
qué punto
le he ofendido como
mis rebeldías
para que exija de mí
una humillación que nunca le daré
ni siquiera a préstamo
obligado bajo sus represalias.
Ya no me importa.
He entendido su juego.
Si leyó mi legajo,
sabrá que tengo muy serios problemas
para relacionarme con
la autoridad
y más aún
si abusa del castigo.
Soy un rebelde nato.
No hay tutía.
No quiero que me pegue esta burbujeante hipótesis de rabia.
El momento pasó.
Para la rabia, el momento pasó y sin embargo
me arde un espanto en la boca del estómago
que indigesta hasta mis propias náuseas.
El horror por mi conmigo no se va y en el espejo veo
que las ojeras violáceas me chorrean como un unto maligno
licuando mi mirada de negros descompuestos.
Debo ser uno de esos espíritus vampíricos
que para subsistir
cobran la luz de lo que los rodea y se hacen fuertes
como los enemigos devoran el corazón del derrotado
para adquirir sus dones.
Algo en el resumen no está bien.
Yo no pedí la eternidad y ni siquiera pedí llegar a viejo.
Pero todo se agosta en el camino
cuando lo he acariciado con ternura.
El momento pasó.
Para la rabia, el momento pasó y sin embargo
me arde un espanto en la boca del estómago
que indigesta hasta mis propias náuseas.
El horror por mi conmigo no se va y en el espejo veo
que las ojeras violáceas me chorrean como un unto maligno
licuando mi mirada de negros descompuestos.
Debo ser uno de esos espíritus vampíricos
que para subsistir
cobran la luz de lo que los rodea y se hacen fuertes
como los enemigos devoran el corazón del derrotado
para adquirir sus dones.
Algo en el resumen no está bien.
Yo no pedí la eternidad y ni siquiera pedí llegar a viejo.
Pero todo se agosta en el camino
cuando lo he acariciado con ternura.