Temprano en la mañana llegó el primero de los pedidos
de auxilio. La radio sonó insistentemente, como un mueble que cruje, pero nadie
la oyó. Todos estaban ocupados reconstruyendo la aldea y recibiendo un nuevo
grupo de desplazados que arribaba desde más al norte.
Uno de aquellos relató a Rajel, durante el reportaje que
ella les realizaba, que habían cruzado a dos vehículos de la Cruz Roja marchando
hacia la zona tomada de la que ellos provenían. Ocultos entre la vegetación los
vieron pasar pero nadie intentó detenerlos o pedir auxilio para los que
marchaban heridos. Todos dudaron de si aquellos vehículos no fueran realmente
el botín de una emboscada anterior y por eso marchaban velozmente en la dirección
contraria al desplazamiento. Prefirieron no correr ningún riesgo y continuar a
salvo por ellos mismos, protegidos por las sombras y las plantas. “Si uno debe
morir por falta de asistencia, que muera. Los otros pueden salvarse”, dijo el
entrevistado.
La conclusión de los desplazados era coherentemente simple.
La vida para ellos era así y habían aprendido a manejarse con la enmascarada
crueldad que esa vida les ofrecía. Huían de manera animal, dejando a los
muertos atrás, a merced de sus cazadores. “Sólo se salvan los más fuertes y los
que tienen más suerte”, repetían, como una premisa de la conservación.
El que comanda al grupo armado que protege el enclave
humanitario conversa con el Mayor. Lo ha comisionado para responder al pedido de
auxilio que se recibió casi sobre el mediodía y al que sí, esta vez, alguien
respondió.
Un contingente de Cruz Roja está atrapado en el sitio del
mapa que el comandante señala. Envía al Mayor porque, de sus hombres, es quien
mejor conoce la zona. Lo comisiona con tres más. Explica que necesita a todos
en el caserío, ya que éste es un objetivo primordial para las milicias y que no
pretende “actos heroicos”. Remarca eso varias veces, como una orden.
—Haz lo que puedas —dice, como última recomendación,
severamente—. Esta aldea es nuestra prioridad ¿Lo tienes claro, verdad?
El Mayor atiende en silencio. Su gesto puede parecer de
obediencia mientras el comandante termina de impartir sus últimas instrucciones
que acaban con: “Y ya sabes ¿verdad? No necesitamos heroísmos”.
El Mayor se retira en una mudez premonitoria.
Rajel escucha el monólogo del comandante y se figura que
aquel hombre, que no parece siquiera tener más años que el Mayor, es un padre
preocupado batallando con las conductas de un hijo díscolo que no cesa de
desobedecerlo.
Le gustaría ir con ellos. Rajel lo manifiesta frente al
comandante y mientras lo hace, observa que el Mayor, junto a los vehículos,
casi arrea a sus compañeros de misión.
Rajel ofrece como argumento que quizás su presencia asegure
moderación en los heroísmos del Mayor que parecen preocupar tanto al jefe del
grupo.
Antes de que el comandante tome la decisión, el sonido del
motor que se aleja la toma por él.
—Parece que no va a poder ser —dice el comandante y regresa
a sus ocupaciones, desentendiéndose de Rajel.
*
“Matar a un médico está prohibido por la Convención de
Ginebra”, explica el Jefe de Servicio y sonríe con una sonrisa simiesca que
parece una burla a sus propias palabras.
—¿Sabe usted lo que es “la Convención de Ginebra”?
—pregunta ahora, mirando a Rajel que trata de entrevistar a la médica Cruz Roja
sobreviviente, mientras el Jefe de Servicio que dirige ese hospital de hule le
zurce algunos golpes de machete.
—Es algo que inventaron los países “civilizados” para no
parecerse a estos.
Rajel mirá al Mayor, de pie y ensangrentado de pies a
cabeza. En su visión se le antoja un demonio pagano, pintarrajeado y lleno de
colgandijos bélicos que definen su actitud de fiera que combate en los cuentos
de miedo de los niños.
El Jefe de Servicio vuelve a sonreír.
—Justo eso —reafirma, con un convencimiento extraordinario.
Su colega, la médica cortajeada a machetazos, sigue en
shock. Parece en otro mundo, en otra dimensión, en otra muerte. Por momentos
sonríe vaya a saber a qué y en otros momentos, se defiende del Jefe de Servicio
que intenta terminar de suturarla mientras le habla con misericordia y a veces
la acaricia como a un perro pobre.
Los niños que están en el hospital miran la escena.
Habitan en esa carpa múltiple donde muere la gente, donde
zumban las moscas, donde el olor a descomposición impide respirar, donde
siguen llegando los desplazados, cada vez más aterrorizados y malheridos.
Rajel mira al Mayor una vez más.
Ese hombre que Rajel observa tiene un desvencijado porte
heroico. Rescató a la médica que ahora el Jefe de Servicio sutura y consuela y
trajo también al enfermero hecho pedazos, que murió más temprano, mientras
todos intentaban regresarle la vida.
Lo ve, lleno de sangre, como un enorme animal carnicero que
hiede bajo el sol.
—Escriba eso en su reportaje, miss —le dice ese hombre de
pie que aferra un arma—. Matar un médico está prohibido por la Convención de
Ginebra. Habría que notificárselo a mucha gente ¿no le parece? Y de paso, al
mundo que no mira lo que realmente pasa aquí.
—Vamos, no te pongas pesado. A nadie le importa lo que pasa
aquí —replica el Jefe de Servicio—. Venimos por nuestra cuenta y riesgo, esa es
la verdad indiscutible. A estos mundos, no llega la Convención de Ginebra
porque no quedan en el planeta donde están los que la redactaron para quedarse
a gusto con sus almas.
—Entonces escriba en su artículo que esto que usted ve es
lo que le espera al resto del mundo —dice aún el Mayor—. Es un modelo a escala.
Rajel permanece callada en medio de la escena.
A través de la puerta de hule, que una brisa abre y cierra,
intermitente, ve al maestro. Da clases bajo el árbol, todavía.
(De: Caída de las patrias)