En una noche en la cual estoy solo y en una
noche en la cuál escribo, recuerdo desde el sur a una mujer. Recuerdo desde el
sur a una mujer bonita que era ya bonita antes de que yo escribiera sobre ella
y que será bonita aún cuando yo cese de escribir, completamente cese de escribir
no ya de ella, sino de nada más.
Esta mujer que rememoro y sobre la que escribo,
tenía esas bellezas espumosas, casi descontroladas, como son la de la leche
cuando hierve o la de la cerveza, cuando no respeta los límites del vaso y mana
a su capricho por estar congelada.
Era una mujer como podría ser un arrebato, un
trueno a la deriva dentro de una tormenta que no han registrado los satélites o
un torrente de los primeros de la primavera, cuando el sol vuelve agua al hielo
tímido para que al madurar, se haga feroz.
Era una mujer incipiente. Quería ser una mujer y
era mujer, pero no lo sabía y entonces buscaba ser mujer, extralimitando sus vientos
solares para, después, transformarse en la cara oculta de la luna y desaparecer
en el cósmico espacio del silencio.
Yo siempre fui de tierra porque estoy destinado
a no ser otra cosa. No pretendo ninguna astralidad ni lejanas y dulces divagaciones
regidas por larguísimos ciclos planetarios.
Yo siempre fui de tierra, como un metal o como
una madera, todo raíz anclada en lo profundo de la fertilidad y oyendo a los
acuíferos ocultos y a todos los temblores.
A veces, ella llegaba a mí como un gran mar hecho
de olas que acuñaban gaviotas y dragones y cuando golpeaba contra mis viejas
escolleras terrestres, mutaba ese gran mar en caracola que lo absorbía entero y
lo guardaba como un único mundo de rumor.
Era como una caja de guardar. Esa mujer era
como una caja de guardar. Era bonita, repujada, mística, lo mismo que una caja
de guardar en la que nadie nunca guardó nada que valiera la pena considerar
tesoro.
Como mi único bien es la palabra, un día le ofrecí
mis palabras terrestres, sabedoras de acuíferos secretos y de seísmos hechos de
asesinos y brújulas que nadie ha reclamado una vez extraviadas.
Ella guardó retazos de mi mundo. Los guardó sin
decirlo y fuimos un camino que se aleja hacia puntos contrarios, suavemente,
siguiendo cada uno su propio cardinal.
No sé si comprendió que su belleza no estaba en
la belleza. Que su mayor belleza era su contradicción incorregible como son las
bellezas de las niñas que no han desarrollado sus artes de mujer. Esas niñas que
no se han vuelto malas ni inexplicables todavía y aún guardan el rumor del mar
dentro de su corazón, como en una caracola del silencio.
Como en una bellísima caja de guardar.