Esta gata de mierda me araña
los testículos.
Arrojo hacia su gula (porque está harta de comer y eso de lo pedigüeño
no se lo quita nadie) una migaja de pescado —específicamente de un salmón rosado
al vapor— que está en su punto. Ella se hace la fina o la fruncida. Lo olisquea
con asco y lo desprecia.
—Hembra tenías que ser —le digo, yo también con desprecio.
—Hembra tenías que ser —le digo, yo también con desprecio.
Ella vuelve hacia mí sus ojos
de degradado, pálido oro líquido, como diciendo ¿qué te pasa a vos? y me clava
las uñas en los muslos.
—Aflojá, hija de puta. —le
grito y le doy un manotazo.
La gata se desprende con
dulce suavidad y cae al piso, erecta con el cuerpo y con los ojos que acuchillan
con espadines de oro mis tardías espadas de carbón.
Quiero a esta gata puta.
Llevamos tantos años juntos
que si muere voy a padecer un duelo tan abstracto y difícil como el que aún padezco
por mi hermano menor.
Y fabulo para convencerme de que
a ella va a pasarle lo mismo.
Amo a esta gata puta y dominante
que ha hecho de mí su territorio y ha viajado conmigo por el mundo, como mis
calzoncillos y mis armas.
Grissy quiso saber cuántos
años tiene mi gata.
No supe contestar, porque es
mi gata. Y mi gata es un bicho inacabable. Tiene que ser atemporal, eterna,
indestructible. Aún por mí indestructible.
Vuelve por el salmón. Me mira
fijo. Vuelve por el salmón con su presencia de predador minúsculo y certero. Es
casi una gota de veneno que se clava en mis ojos.
—¿Qué te pasa? —pregunto.
Ella, como una hembra que
goza, asorda su garganta. Suelta una voz gravísima, modulada y tenaz. Una voz
verosímil.
—¿Qué te pasa, la concha de
tu madre? Comé lo que te dí. Ya estás muy gorda. Sos una gata gorda. —insisto
yo.
Ella me mira.
Como una esfinge que no tiene ya ningún dilema,
ella me mira. Me mira, juzgadora y sutil, casi aguerrida con mis propios
fantasmas. Y sus ojos, de áspera miel adulterada, demoran un momento en evaluarme.
Demoran un momento y dan el salto
que ya tenía planeado en su regreso.
Toma del plato el trozo de
salmón y huye, con esa carne rosa desgranada, que se va deshaciendo en su carrera
al mismo tiempo que en la estupefacción de mi mirada.
La gata se detiene con los
restos que aprieta entre los dientes y me mira.
“Ahora comete vos tanta miguita”
me aleccionan sus ojos.
Y se va.