Echo a
un lado el silencio.
Lo echo
a un lado como una parte rota
que no
admite –de nuevo– compostura
y sé
perfectamente que nunca arreglaré.
Quedará
así, como un costoso aparte,
una
pieza inmóvil y latente
que el
mecanismo de vivir no reconoce.
Echo a
un lado el silencio.
Lo
rebato de mí
como una
oscura ráfaga azota una ventana
que se
sacude y triza en su golpe infinito.
Silencio
que revienta un resplandor
de
cristales anónimos
molidos
por la vida,
por el
empuje a muerte de la vida,
por la
efímera vida y sus largos descartes
que no
consiguen siquiera ser presencia,
impronta,
hueco
en el
costado
del que
se me ha ausentado el corazón.
Echo el
silencio –igual que una semilla–
a los
surcos que trazo en el desierto.
Imagen by McKinney |
Los
agasajos de la muerte llegan de manera espontánea.
Llega
con sus obsequios a media tarde
lo mismo
que un cartero de frontera
camina
distancias inconcebibles
sin que
se le hinchen los pies ni le pese la saca.
Pide hospedaje
si la
noche cae cuando extiende su mano
y su
constancia de:
“firme
aquí, por favor, aclare el nombre”.
La
muerte llega sin tribunos ni címbalos,
vestida casualmente
dulcemente
como si
entre sus hábitos estuvieran
la
compra en el mercado,
el té,
salir de
una chistera
y la
conversación inteligente.
Todos
aprendemos a vivir cinco minutos antes
–le
tengo dicho–
pero
ella insiste en esa pose de secretaria consular
y yo persevero
en no pedir la visa.
Está
enamorada de mí.
Por eso
hurta
repentinamente
esas pequeñas
historias felices que quedan a mi lado.
Empiezo
a replantearme la agudeza de mi toxicidad
mientras
la muerte pasea por el cuarto.
Hemos
conversado largamente sobre su celotipia
pero
ella no la admite
porque
para algunas cosas
es una
chiquilina que no diferencia el bien del mal.
“Porque
no debo”, dice y me repite la igualdad de su ley.
Somos injustos
y apátridas de Dios
para cumplir
nuestro deber y nuestras mierda
y los
dos lo sabemos
así que
trabajamos con el código
-y sin
el sentimiento-
que es
bastante confuso
está sin
traducir
y se
presta a toda clase de interpretaciones ambiguas
muy
ambiguas
que siempre
suenan a justificaciones y a gravamen.
No hago
reclamos. Asumo lo que hay.
Sé que a
la muerte le gustaría verme armarle bardo
y que la
haría feliz con cuatro lágrimas.
Yo
también soy la muerte algunas veces
pero no
se lo explico
Ahorro
así que me aburra disertando
sobre su
simbólica femenina.