Un animal de tormenta o un
animal del miedo son dos definiciones que me gustan de mí. Es poco probable que
el apuro me acontezca, siquiera cuando estoy agazapado y estático y lo único
pulsátil que se perciba de mi forma sea la aguda necesidad del salto encima de
la presa.
Pulsa dentro de mí con una
urgencia torturante, agarrotando los músculos en la estrechez y contención a las
que los someto, porque no todos los tiempos son el tiempo de hacer algunas
cosas, por más exigencia que tengamos en concretar el hecho de morder.
Entonces, contenido, imagino el
bocado, el sabor del bocado, esa disolución carnosa y salivar, con gusto líquido.
Esa sensación en las manos de temblorosa expectación que recorre a la presa
cuando —casi sin utilizar mi fuerza— la
contengo.
Para ciertas cuestiones soy una
bestia calma que se toma su tiempo. Lo más disfrutable es sentir la urgencia y
posponerla, trabajar en el ímpetu como una condición de la satisfacción.
Tuve mis tiempos en que era puro ímpetu y nada
podía detener mi voluntad de salto. Entonces disfrutaba de la presa cayendo, de
sentirla caer y de las magulladuras que provoca el revolcón sobre la tierra de
la cacería. La devoraba con intemperancia como al último banquete de este mundo
y no guardaba siquiera un sesamoideo de recuerdo. Masticaba hasta los
sesamoideos y olvidaba, olvidaba con rapidez. Siempre había otra presa por
delante y en mí, siempre había otra furia.
Los años, sin embargo, van dotándome
de técnicas más dulces que se ajustan mejor a mis partes peores. Técnicas que
no precisan de tanto despliegue muscular y se vuelven mucho más viscerales, más
intensas, más ajedrecísticas y más satisfactorias.
Como se aprende a matar un
enemigo, también se aprende a matar un corazón sin ensuciarse.
(De: Sensación de moebius)