“O se implementan estrategias —que a veces entrañan tender trampas— para no caer entrampado o se cae en las trampas que las estrategias de otros tendieron para atrapar ese paso en falso que nadie está exento de dar y por el cual se termina en el suelo y de rodillas.
Tropezar al borde del abismo implica, como posibilidad inequívoca, caer en él o al menos resbalar hacia él.
Muchas veces no hay ninguna matita de la que aferrarse y se rueda, indefectiblemente, hacia el fondo final. Otras, uno alcanza a aferrarse. En vez de caer queda pendiendo ahí, sobre el vacío, como una cosa, suspendida y trágica, que patalea si no se es ducho en esa clase de riesgos atléticos y termina, con tanto escándalo, por arrancar la generosa matita proveída por la naturaleza, cumpliendo, en tiempo y forma, el destino de estrellarse. Si es ducho no patalea y, con pericia, consigue trepar, aunque el borde sea de ese pedregullo flojo que se desgrana en la mano, solidario con el cometido del destino.
La superficie entonces, es otra cosa. Uno descubre la matita salvadora y el traicionero pedregullo desgranable y por las dudas, descubre también sus propios zapatos y sus propios movimientos desventurados.
Luego evalúa su propia vocación de bordeador de abismos, de equilibrista de riberas representadas por cuerdas flojas, de experto clavadista en ollas marítimas rodeadas de escolleras. Se evalúa, digamos, porque tiene que recuperar la confianza que el abismo le acaba de morder.
Cuando se mira hacia abajo y se ve el fondo de esa boca que no tiene fondo, y se sabe que allí es donde se apilan uno sobre otros los cadáveres de otros equilibristas, el abismo se apodera de los pasos de su bordeador y los devora con pasional lentitud.
Caminar por su labio, entonces, es vivir en un vahído perpetuo donde la realidad parece hologramática y el suelo no es el suelo ni el aire es el aire y todos los movimientos son en falso.
Ese es el verdadero aprendizaje. Caminar sin temor entre lo falso como si fuera verdadero o, mejor aún, entender con la convicción más profunda y rudimentaria, que lo verdadero de ciertos caminos es exclusivamente lo falsos que son.”
—Busquemos uno que conozcamos más.— me dice Benedict tratando de reconocerme en el espejo.
—Son todos iguales. Como nosotros dos.
— ¿Por eso los vas…?
Me paro, ahora, entre Benedict y el espejo. Mi forma anula la suya ahí, en ese lugar en el que nos miramos los dos.
—Sí. Eliminando… —digo, con tranquilidad eufemística— hasta que demos con el que en realidad es, por una sencilla cuestión de supresión ¿Te parece mal?
Como no me contesta, sé que se ha ido, como toda vez que no quiere ensuciarse las manos con sangre ni con lágrimas.
(De: Sensación de moebius)