Mientras el handy crujía
sujeto por su mano, observó a la muchacha con quietud.
La
observó con la quietud profunda que mantiene un gato al estudiar un pájaro que
camina delante de sus ojos indescriptiblemente cazadores mientras sentía en la
conciencia una humedad atónita, como la que ocupaba los espacios mohosos del
castillo donde se esparcían las plantas en sus mínimas junglas imprudentes dentro
de una penumbra de lúgubre piedra abandonada.
Iorân
Jeirch conocía su interior animal y era en su interior animal donde los
sentimientos sufrían una maceración peligrosa que mutaba en sensaciones
grotescas y acuciantes, como si lentamente su fuerte raciocinio fuera dejando
paso a un ente mórbido y transgresor que se le escapara de las manos para crear
ámbitos furiosos.
Estaba
consciente de ser un predador promiscuo que había nacido predador y que se
comportaba con toda fe igual que un predador. Pero esta vez, luchaba. No
aceptaba el estigma de la condición y luchaba con ella, sin ceder a la dulce
invitación de los sentidos, cada vez más embargados por aquella necesidad de
romper todos los códigos que no deben romperse jamás de los jamases.
Se
concebía a sí mismo como el hombre y su razón y así se demostraba frente a
todos. Lo del hombre y su pasión lo reservaba para la privacidad de momentos
como ese, a solas consigo y con sus apetencias y sus fantasías.
Esa
Analisse que llenaba sus ojos de detalles era como el pájaro.
Hermosa
como el pájaro encima de la grama pulida del jardín ancho y hondo, retozaba con
una lozanía de cachorro y una virtud de flor recién abierta. Era aterciopelada
y aromática, esbelta como un sueño con navíos, undosa como el viento, joven
como las ansias de vivir.
A
través del ventanal de vidrios biselados y desde aquel austero espacio que olía
a maderas y a cueros, Iorân Jeirch observaba con gloriosa inquietud los juegos
de la muchacha sola, porque Analisse no era otra cosa que una muchacha sola
jugando en un jardín desmesurado.
Para
observarla, se había reclinado —como si a sí mismo se pesara— contra la jamba
izquierda de aquella ventana acristalada con vidrios pintados y transparentes
que representaban una escena épica y desde esa posición, lejana y alta, dominar
el amplio espacio de la jardinería y a su vez a esa Analisse inalcanzable, allí.
¿Qué
imaginaba la muchacha sola bajo el sol de la siesta?
Recordó
aquello.
“Mi
vida es solamente una pregunta muerta; vaga y muerta”
Él
lo había escrito al pasar, en un momento de esos en los que aquellas frases le llegaban
como un golpe de suerte en la extraña ruleta de su extraño cerebro.
Estaban
en las cocinas, conversando, cuando surgió la idea.
Anastasia
Kleim tuvo que proveerlo con urgencia de lápiz y papel, delegando en manos de
Analisse revolver un dulce de grosellas para el que nadie tenía en el castillo una
mano como el Ama de Llaves, según las expertas aseveraciones de La Señora,
mientras Jeirch repetía compulsivamente con la memoria y con la boca aquella frase de inoportuna
aparición, tratando de no perderla como tantas que se le perdían por llegar en
los momentos más desacertados a su mente.
Cuando Anastasia Kleim pudo surtirlo de los elementos de escritura, entre Analisse
y Jeirch se había establecido un debate filosófico y la muchacha, sin dejar de
revolver el dulce que ebullía en un rojo sanguíneo, había rebatido el postulado
de aquella frase trágica.
—Tu
vida, en todo caso, es sólo una pregunta triste…Como lo es la de todos…
Él,
sin embargo, escribió aquello que su mente le dictaba a su mano y sólo después
de escribirlo y guardar el trozo de papel en uno de los bolsillos de su uniforme
negro, decidió contestar.
—Digamos
que son formas de verlo. —respondió.
Mirando
ahora a Analisse en medio del amplísimo parque castellano, como si fuera a
perderse de un momento a otro entre los verdes, el Jefe de Seguridad se
preguntó qué clase de interrogante sería la muchacha y qué respuesta tendría
para ser resuelto.
Abstraído
como estaba en la contemplación de la frescura que los juegos de Analisse le
transmitían, no prestó atención al breve sonido de la puerta, hasta que sintió
la presencia avanzando hacia él.
Había
aprendido a reconocer a Frau Bertha por su aroma.
La
mujer tenía un vaho a convento, a cosa inmóvil que se ha guardado demasiado
tiempo dentro de un mueble de abedul. Había en su ropa una presencia pálida de
incienso y espliego que se aposentaba con suavidad dentro del aire como si
fuera la sombra de un perfume abandonado allí por un fantasma maderoso.
Jeirch
no giró para mirar a Frau Bertha, obedeciendo a la percepción que producía en
él aquel perfume. Permaneció en la indolente posición que había adoptado para
disfrutar de las evoluciones de Analisse. Después de todo era su momento de
descanso y hacía con él lo que quería, pensó, sin atender tampoco a los
crujidos del handy que aferraba en su mano.
Sin
embargo, notó justamente aquel detalle: la crispación de su mano, antes
relajada, sobre el aparato crujidor. La atribuyó a esa Frau Bertha que se le
acercaba como si ella fuera totalmente perfume, un perfume que no hiciera ruido
mientras tomaba el aire por asalto.
—Buenas
tardes, frau. —optó por murmurar, para quitar de sí la incomodidad que siempre
le provocaba topar con la mujer y para que ella advirtiera que aunque caminara
como un gato encima de un papel de arroz, él estaba alerta.
A
veces fantaseaba con que aquella institutriz rígida y aromática llegaba por
detrás a clavarle en la espalda un enorme cuchillo de cocina.
Porque
no escuchó la respuesta, Jeirch regresó los ojos al interior espacioso de la
biblioteca.
Como
cuando niño, esos espacios atiborrados de libros que emanaban el rotundo aroma
del papel, eran ese refugio en que podía volver a ser él mismo. Pero eso, pocas
personas llegaban a saberlo. Jeirch se sentía a salvo entre los libros, mudado
de su piel, un personaje que puede regresar hasta una página y no salir de allí
cuando hay tormenta. Quizás, por esa condición, es que escribía.
Le
molestó no ver a la mujer.
Él,
que jamás dudaba de su instinto, dudó casi con ira y respiró profundo,
intentando catar las notas perfumadas que se disimulaban como luces pequeñas en
el aroma general de aquella habitación llena de libros.
Todo
a su alrededor estaba igual.
—Esta
gente traspasa las paredes. —gruñó, como si fuera el personaje y no ese hombre
tallado en el rigor al que era inútil convencer de esas cosas.
Cuando
miró el jardín por nueva vez, Analisse ya no estaba y sobre Jeirch creció una
frustración ambigua, como si esa distracción sólo hubiera servido para robarle
algo, para privarlo de ese solaz lúbrico que le proporcionaba desde lejos la
visión de la Heredera entre las flores.
(De: Upon the time)
Imagen by Daniel Gerhartz