No quiso explicarle a Ezra el
motivo de su pregunta aunque al otro le resultara extraña y hasta irrisoria.
—
¿A qué le llamarías tú estar hechizado? —había preguntado Iorân.
Ezra
no esperaba esa clase de preguntas en Jeirch así que elaboró una sonrisa
burlona, mientras meneaba la cabeza y maquinaba una respuesta.
—
¿En ti?... A estar afiebrado. —dijo por fin, riéndose— Anda, no digas tonterías.
Este lugar te está afectando demasiado porque no te relajas ni cuando duermes.
Ezra,
a pesar del reproche y la chanza, solía dar en el clavo sobre las conductas de
Iorân y sus cambios de humor.
—Ni
cuando duermo… —escuchó que afirmaba su compañero, por detrás del borde del
pocillo de té.
Las
imágenes aparecían con intensidad cuando la pesadilla se reiteraba y Jeirch
amanecía gimiendo, empapado y exhausto.
En
realidad había terminado por considerar una pesadilla ese reiterativo sueño lúbrico
que lo asaltaba con las mismas exactas figuraciones, una y otra vez y en el
cual se asfixiaba y retorcía hasta que conseguía recuperarse para la vida y la
conciencia. Despertaba entonces de un humor destemplado, intolerante, como si le
apremiara deshacerse de una agresividad pródiga en matices descargándola sobre
cualquier cosa que cruzara a su paso.
Se
estabilizaba con lentitud conforme corrían las horas, hasta que alcanzaba su
normal equilibrio. Luego temía dormir. Si anteriormente dormir le resultaba una
dificultad, el sueño aquel, convertido en una pesadilla sin remedio, le
preocupaba aún más que el insomnio consuetudinario que llevaba años padeciendo.
El
viaje al pueblo con La Heredera había hecho extraños estragos en su aplomo,
aunque esa era una situación que aceptaba privadamente, como se asumen los
cataclismos y las destemplanzas del alma.
Frente
al espejo se posesionaba de sí mismo. Frente al espejo asumía el disfrute, la
aventura, el éxtasis y se conformaba admitiendo su virilidad contra todo
sistema moralmente represivo y contra todo deber. Sobre todo, contra todo
deber.
Todo
pasa por mí y depende de mí, se decía, al momento de encarar las mañanas posteriores al
sueño y posteriores, sobre todo, al viajecillo aquel.
La
Heredera y él lo habían disfrutado como niños que repentinamente se ven
adolescentes y no saben qué hacer con sus hormonas.
Iorân
sonreía al pensar eso. Se observaba dentro de sus ojos y descubría a ese niño
que nunca había sido y que seguía demorando en ser. Un adolescente que no ha
sido un niño y un niño que en realidad siempre fue un hombre. Miraba sus ojos y
pensaba que su vida constituía sólo un trabalenguas donde todas las palabras
significan alguna otra cosa que él seguía aguardando descubrir.
Vestido
con ropa casual, tal como La Señora le había exigido, representaba muchos menos
años de los que contaba en el haber.
Pensaba
que aquella ropa le había quitado el chaleco de fuerza del protocolo, igual que
no afeitarse y liberar su densa mata de cabello de la adusta prisión del
fijador y como siempre había sido un ente libertario, era plausible dejarse
llevar por el momento de enseñar la vida a esa muchacha extraña que viajaba en
el automóvil a su lado.
Aquella
tarde le enseñó a manejar a una mujer que reía. Le enseñó algo que nadie había puesto
empeño en enseñarle con anterioridad a esa muchacha que dependía de choferes y
sirvientes. Y la dejó conducir el automóvil durante todo el regreso, sin levantar
la voz, sólo guiándola. “Si nos llevas de vuelta, timonearás tu vida”, le dijo,
solamente.
El
pueblo al que llegaron era una postal suiza. Un lugar reclinado sobre piedra,
lleno de gente que parecía muy feliz. Las personas eran amables, hogareñas. Los
comerciantes eran dispuestos y hábiles. Los turistas que abundaban eran turistas
condicionados a la felicidad de estar allí.
Iorân
y Analisse se divirtieron hablándoles a todos en los varios idiomas que sabían
y regateando por un chocolate o un croissant con la misma energía que poseen
los niños caprichosos.
El
pueblo fue un descubrimiento para La Heredera, mientras volaba con su larga
cabellera al viento en un avión de lata de los juegos mecánicos o montaba en un
pegaso rubio que giraba en un carrusel inhabitado, mientras luchaba por obtener
la sortija que las manos del encargado regateaban.
Disparó
un viejo rifle de aire comprimido contra patitos de lata que viajaban en una
cinta mecánica, y obtuvo la enorme muñeca de paño que pretendía sólo cuando
Iorân apoyó sus manos sobre las de ella y calibró por experiencia la torcedura
del cañón. Mientras lo hacía respiró el perfume que envolvía el cuerpo de Analisse
como un soplo de aire transparente que bajaba vigoroso desde las cumbres.
La
mujer que regenteaba el puesto entregó a la muchacha aquella enorme criatura de
cabellos de lana, sonrisa pintada y ojos de botones azules, susurrando: “Buen cazador
tu padre”.
—No
es mi padre. —la corrigió Analisse, con un tono peculiar. El mismo tono
peculiar con que la muchacha hablaba en la pesadilla.
Cenaron
en la plaza del pueblo, debajo de la luna, mirando un espectáculo de músicos
tristes que entonaban baladas melancólicas y acabaron en un karaoke cantando en
mal francés.
Luego
bailaron. Bailaron suavemente, como dos gatos viejos que conocen la voz de
todas las cadencias.
Analisse
bailaba poco y mal, pero las manos de él despertaron los ritmos de la tribu y
así se mantuvieron, entremezclados en la pasión de todos los turistas y en la
propia, hasta que los echaron del lugar.
Vieron
amanecer en las montañas contándose historias diminutas.
Regresaron
despacio.
La
pesadilla irrumpió dos días después, como un grupo de asalto que tomara a
sangre y fuego un objetivo mal defendido.
Resultaba
violentamente vívida, pulsátil, absorbente. Nacía de la luz, lo mismo que el
amanecer y producía el mismo efecto inmovilizador que una farola al encandilar
un animal cazado. Iorân se sentía así: cazado, atrapado de forma irremediable
por las sensaciones inflexibles que lo dejaban temblando piel adentro.
En
el sueño, Analisse llegaba igual que un resplandor que se acoplaba dulcemente a
él, extendiéndose encima de su cuerpo como si lo abrigara. La luz, que era sonora
y tibia, lamía la carne con húmeda fruición e iba traduciéndose en contornos
palpables al tacto de Iorân, como si fueran sus manos las que moldeaban la
forma de la joven sobre él.
La
sensación entre ellos era de una ansiedad espesa y profunda, sofocante, al
igual que los besos en que las lenguas se anudaban lo mismo que animales, mojados
y rabiosos.
En
el sueño, Analisse siempre era virgen. Una virgen sacrificial y extraña,
desnuda como un enorme pájaro de piel resplandeciente, que buscaba morir.
La intención
última de aquella frenética danza sexual era la muerte. Iorân lo percibía como
un pacto, algo ya convenido aún antes de comenzar a suceder y que acababa en un
aullido seminal y sangriento.
Ella
siempre era virgen y lloraba en una colérica quejumbre dolorosa, montada sobre él
y pugnando por la penetración calculada y metódica que su sexo pequeño resistía,
infranqueable.
Por
momentos ella y él compartían el sueño y por momentos, dentro del sueño mismo, Iorân
era apenas un espectador, un voyeur relegado a masturbarse con la exasperada excitación
de la muchacha sobre una forma de madera fálica.
El
sueño siempre terminaba igual y era a ese final al que Iorân temía.
La
poseía al fin, furiosamente y en ese instante, de Analisse brotaban dos enormes
alas de ángel renacentista como de su garganta brotaba un grito de dolor interminable.
La muchacha estallaba sobre él, convertida en un revoltijo de colgajos sangrientos
y plumas que bañaban toda la habitación y se le metían a Jeirch entre los labios
hasta que despertaba embadurnado en sudor y semen.
(De: Upon the time)