Tan cansado de mí, regreso dulcemente al hábito mortífero en el que untarme la sangre de la vida resulta casi un deleite lógico. Descreo de
las rutas, de los olores sanos de mujer, de las aguas de lluvia que aquí no
llueven jamás y de la descreencia en la que vivo.
También descreo de la credulidad en
que a veces me muevo cuando creo en la última palabra que me dan y que no
cumplen.
Ya no creo en la ONU. Hace mucho que he dejado de creer en
las naciones que se forman con hombres que no creen en que forman naciones que
de vez en vez deben pensar en los hombres que las forman.
La mujer me observa con dulzura.
Las mujeres tienen eso de observar con dulzura a los perros
baldíos que caminan sarnosos por las calles. Se los llevan a sus cuartos sin
amor, como si fueran hijos lastimados que mujeres sin útero abandonaron a la
ferocidad, calles afuera, donde quedan esas otras mujeres que los recogen como
cachorros huérfanos.
Por momentos recuerdo una letra de Perales que habla de las
samaritanas del amor. Porque el amor, a veces, que tiene más formas de las
convencionales o más formas que aquellas que la moral convencional de lo social
le otorga, es simplemente recoger un perro que está solo y herido, llevarlo a
un lugar limpio y darle de comer.
Entonces uno explica boludeces. Que se siente traicionado
por la ONU, que a pesar de batallar la gente muere sin poder ser salvada ni por
la mano de Dios ni por la mano de nadie, porque si la mano de Dios falla ¿qué
puede hacer la mano humana para revertir el veredicto? Que los niños soldado
todavía son niños pero parecen más soldados que niños, por su afán de matar a
los niños que llevan enterrados al fondo de sus ojos de soldados. Y todas esas
cosas que son inexplicables dentro de un callejón hecho con perros tristes que
no saben otro idioma que aquel que responde con los dientes.
Y la mujer que recogió a ese perro sobre el que la vida
llovía en una calle de buscarse la vida y encontrarse mujeres que separan los
muslos, deja de ser mujer y se devuelve en madre una vez más, porque las
mujeres, algunas, no todas, reconocen a los perros que serán cachorros el resto
de su vida, cuando fueron arrojados temprano a las calles donde sólo hay basura
que comer.
Entonces, se aproximan con agua fresca y algo de alimento y
la mano extendida que acaricia más con el ademán que con el tacto. Y el perro
que uno es guarda los dientes y se permite un frágil aullido.
(De: La pasión triste)
(De: La pasión triste)
Imagen by Karina Ter