— Nunca me imaginé eso de estar dentro de un cuento…Esta gente es verdad que vive así, como en los cuentos o en esas películas que uno supone que no son ciertas, que son un montaje de la imaginación hollywoodense ¿No tienes la impresión de que estamos en un escenario; de que somos actores?.. Iorân ¿me estás oyendo?
— Si, Baks, te copio.
Las apreciaciones de su compañero consiguieron devolver automáticamente la molestia que Jeirch había padecido desde la mañana, cuando por todas partes se multiplicaron los servicios preparando la gran cena de gala.
Les había resultado prácticamente imposible manejar el control entre la multitud de empleados estables y empleados temporales, a pesar de la estricta verificación que el Jefe de Seguridad impuso, “en uno de sus intensos ataques de paranoia”, según afirmó el Primer Mayordomo cuando pudo ya tener el personal completo dentro del predio.
La Señora oficiaba frecuentemente eventos de ese tipo, ya sea para cuestiones benéficas con las que alivianar su alma de la pesada opresión que producía sobre ella toda su fortuna, destinando lo recaudado a ignotas asociaciones benefactoras de perros y de niños o, la mayoría de las veces, “para tener presente el rostro de los enemigos”, según le explicó a Jeirch cuando se apersonó de “sponte sua” en la entrada (ya que ninguno de sus emisario tuvo el éxito previsto en la gestión) para exigirle al Jefe de Seguridad que dejara de controlar tantos papeles y permitiera ingresar de una vez a los chef con todos sus ayudantes de cocina, “o lo pondré a cocinar a usted si sigue retrasando a mi personal, so maniático”.
Durante el transcurso de su vida, agitada y poderosa, La Señora había sufrido una serie de atentados de los que había salido librada con mejor o peor suerte.
Había nacido y crecido en un siglo complejo y las turbulencias políticas la habían arrollado varias veces con sus distintos y cambiantes vientos, porque, según ella decía de sí misma, “no era de las que perdían su opinión frente a nadie y gustaba de darlas porque para eso son las opiniones”.
También y según ella misma, “no había nacido para desentenderse del siglo, recluida en un cuarto de manualidades, ya que le había tocado un siglo de profundas transformaciones que no estaba para ser desperdiciado tejiendo crochet, cosa que además, no me gusta hacer como labor”, agregaba.
La sociedad que integraba la consideraba una excéntrica peligrosa, ya sea por su capacidad política o por su capacidad pecuniaria, aunque según La Señora, el mote se debía a que ella se reía en la cara de toda esa sociedad. “Soy una mala pécora que ha envejecido y ahora es una dulce ovejita negra anciana”, decía, risueña, cuando alguien sacaba a colación la brillantez de sus años belicosos.
A diferencia de aquella rutilante anciana, Analisse, su nieta, era un cirio en sus últimos estertores, antes de la completa consunción.
A Jeirch se le antojaba una estatuilla adquirida en otro siglo; una especie de antigüedad o de reliquia amasada con cristal y porcelana, fragilísima inclusive frente al roce intenso de la mirada y destinada a quedar bien en cualquier parte que se la colocara sin desentonar con el resto del mobiliario castellano. Una escultura fina, perfecta en su don de ubicuidad, pero desmaterializable frente al brillo trascendente de su regia abuela, de quien la muchacha parecía no haber adquirido para sí ni un solo gen que le permitiera destacarse del resto de las esculturas que integraban la colección artística de La Señora, a no ser sus ojos de ese verdigris metafórico entre la tormenta y el crepúsculo, que a veces oscilaba hacia un sepia tardío, otoñecido, como el carácter pálido de su poseedora.
Iorân Jeirch trataba de no dejarse influenciar por aquel contraste casi metafísico entre La Señora y su Heredera, aunque más de una vez su propio genio le hubiera impelido a tomar parte por la jovencita, cuando la abuela se excedía en lo que él consideraba un maltrato innecesario sobre aquella criatura quebradiza con ojos de hoja seca.
Ahora, oyendo a Baks por el handy, sus ojos estaban enfocados en el amplísimo salón de baile, don-de una parafernalia de brillos impetuosos se movía veloz al compás de la música, como si repentinamente y a través de una fulguración del tiempo, Jeirch y sus hombres hubieran aterrizado en un siglo lejano del actual, lleno de cortesanos e intrigas palaciegas, que a él no le resultaba del todo cierto.
Los arreglos florales invadían cualquier resto que quedara del aire como un olor a muchos velatorios aunados y bajo el calor de la adentrada primavera, creaban un tufo apócrifo, en el que era imposible distinguir un nocturno rastro fresco y verde, ni siquiera buscando el ámbito acuoso de las grandes fontanas con angelitos gordos o grifos acechantes, que se disponían estratégicas en rincones escogidos del amplísimo parque.
La atmósfera resultaba irreal, novelística.
Hasta ellos parecían personajes, tal como Baks había sugerido, ya que La Señora había ordenado que utilizaran “uniforme de gala”. “Imagino que alguno tendrán mejor que el de fajina” había dicho refiriéndose a aquel atuendo negro y cómodo con el que desempeñaban a diario sus funciones.
— No hará vestir a mi personal como muñequitos de torta.— había aullado Jeirch, cuando el Primer Secretario le comunicó con su displicencia habitual la orden aquella.
— Usted tiene una personalidad muy hostil e incómoda ¿Piensa mantenerla mucho tiempo aún?— había replicado el emisario, con resuelta repugnancia— Le diré que es la persona más desagradable, irrespetuosa y arrogante que ha desempeñado este servicio para La Señora. Si por mi fuera, le mandaría a azotar para enseñarle obediencia.
Iorân Jeirch se sorprendió frente a aquella aseveración, esgrimida con un tono tan atiplado como atildado y casi con curiosidad infantil se aproximó al Primer Secretario.
— ¿Se estila eso por aquí?— preguntó, como un niño al que le ha caído una amenaza disciplinaria— Porque lo único que me faltaría para pensar es que estoy en el túnel del tiempo y he desembarcado dentro de un cuento de hadas en el cual converso con el Sombrerero Loco.
— Complazca a La Señora. Algo decente tendrá para entrazar.— replicó el Primer Secretario, apresurándose a alejarse de Jeirch como de la peste.
Recordando la escena, Iorân regresó los ojos al salón de las luces, incómodo dentro del rígido uniforme protocolar y tratando de que el mal humor no terminara con él antes que los enemigos de La Señora lo hicieran.
Desde aquel lugar en la penumbra, junto a la fuente de los grifos descubrió a Analisse.
— En la fuente de los grifos hay un hada.— dijo en voz alta.
— ¿Un queeeeeé?— respondió Baks, casi con un grito.
(Upon the times)
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