“Sólo carne quemada. Ese es el destino del
que pendemos como los gallardetes en hilachas penden de un mástil sin bandera.
Somos carne quemada de antemano, por su destino de ser carne para quemar, carne
de sacrificios a viejos dioses sucios que han perdido los dientes de su ferocidad,
delegándola en sus sacerdotes que a la sazón, han terminado por sentirse
dioses.
Es imposible reprochar a la vida lo que uno
eligió hacer en ella y si ha juntado rivales y jueces en sus puños, trabajó
para ello de una u otra forma. Del mismo modo si ha juntado verdugos.
Apartarse de la cosa frágil, del ente
quebradizo y fortalecerse en la condición de perdurabilidad en la entereza para
sobrellevar las gibas que servir a esos dioses impone, es nuestra obligación.
Y que los sacerdotes sean crueles es parte
del folklore como lo es que también suplanten a los dioses que les han dado
origen.
La ley es esa. No te quejes más”.
No sé por qué dice que me quejo si es él
quién se viene quejando todo el rato sin encontrar refugio que lo libere de cuantos
Dragones de Komodo quieran infectarle el calcañar a mordidas.
La vida lo va a matar por sepsis un día de
estos y no precisamente de la que de tanto en tanto le encharca los pulmones y
precisa de punciones de urgencia.
Son otras sepsis, más graves que las físicas,
las que matan a determinados sobrevivientes de la Yersinia pestis.
Quizás es que ha recuperado el miedo a morir
y perdido la esperanza de seguir viviendo.
“Uno recupera el miedo a morir cuando encuentra
cosas por las que vivir y paradójicamente, aquellas cosas por las que vivir,
son las mismas por las que moriría gustoso”.
Lo escucho y pienso que es como si en su cabeza
hubiera un uroboros. Pero no se lo digo porque le daría pie a que empezara a
disertar de nuevo con la forma adecuada de remediar lo irremediable y prefiero
conservarlo tranquilo. Se pone peligroso con las ideas carniceras y hoy no
tengo ganas de hablar sobre ni de ver sangre, que ya puestos, son sus temas
favoritos para sanear las circunstancias que no se pueden sanear por métodos
incruentos.
Muchas cosas nos están afectando a la misma
vez y obligándonos a reunir nuestras discrepancias en una concordancia que haga
al bien común de ambos.
Ahora el tiempo apremia y la vida se acorta
como un elástico que se ha soltado luego de su extensión. Hemos descubierto que
hasta la extensión es limitada y queda reducida a la tensión, tan solo.
El chicotazo es inevitable. La libertad del
cabo suelto golpea vigorosa contra el cabo sujeto por los dedos que acusan el
repentino dolor del rebote.
A la misma vez decimos ¡ay! y ahora, aquello
tenso pende tácitamente fláccido, sujeto por la punta de nuestros dedos,
doloridos e invulnerables a ese brusco dolor.
A él le gusta el dolor. Sonríe con malicia
mientras yo agito la mano unos instantes, como si le estuviera indicando a él
que obre con prisa.
Me repite que yo soy el más lento resolviendo,
mientras me mira empuñar el arma que él ha disparado.
“Estoy preservando tu derecho a la vida” dice,
haciendo un gesto vago y seductor.
Le respondo: Lo sé.
Mientras caminamos hacia la salida le propongo
unas cuantas cervezas de consuelo y murmuro: Podriamos escribir una novela
convencional ¿qué te parece?¿Un cuento con princesas y valientes guardaespaldas?
Él gira los ojos y me mira con dulzura plañidera.
Como a los gatos ahítos, la mirada se le dulcifica después de una intensa cacería que ha dado buenos frutos y se le pone gorda, lo mismo que el estómago se les pone a esos grandes gatos que terminan de saborear su presa.
Como a los gatos ahítos, la mirada se le dulcifica después de una intensa cacería que ha dado buenos frutos y se le pone gorda, lo mismo que el estómago se les pone a esos grandes gatos que terminan de saborear su presa.
“Mejor, Benedict, vayamos a un burdel a ver
si se te quita la virginidad”, responde y agrega “Yo pago
las copas”.