—¿Qué
eres si no una fortaleza de cristal?.. Eres una fortaleza de cristal
sobrevolada por un pájaro ¿Cuál es tu pájaro? Tu fortaleza de cristal es sobrevolada
por tu pájaro de piedra ¿Cuántos años hace ya que ha extraviado el nido?
Entonces vuela y vuela y vuela y vuela. Es un pájaro de piedra que se refleja
una y otra vez en una fortaleza de cristal donde ocultó el nido que no
encuentra. Sabe que está allí…pero sólo ve un pájaro de piedra que se repite en
múltiples espejos. El sol lo aturde con sus explosiones luminosas. La noche lo
cohíbe porque en la oscuridad, el cristal no refleja que el pájaro es de piedra
y es cuando el pájaro sabe que es apenas un pájaro que ha extraviado el rumbo
hacia su nido. La fortaleza, sin embargo, sigue allí.
Mientras
espera, piensa que todo lo que no ha hecho se vuelve diminuto dentro de un
equipaje donde se pierden los cepillos de dientes y los pañuelos de secar las
lágrimas.
En su
memoria, lo mismo que un runrún que sobresale sobre el ancho runrún del
aeropuerto, aquella voz que hablaba de la piedra y del pájaro, resucita como un
comediante que se quita el maquillaje escénico después de actuar de muerto.
La
despachante mira el pasaporte y mira al hombre que está distraído en las
rutinas con ese gesto de quien viaja mucho y viajar acaba por resultarle un
tedio tramitado.
El
pasaporte está a nombre de Iván Hyde.
La
despachante ha leído muchos nombres a lo largo de sus años de trabajo detrás
del mostrador y el nombre no le importa, pero el aspecto del pasajero sí,
porque en los aeropuertos ha avanzado la fobia y el cuidado hacia ciertos matices
fenotípicos se mantiene en un ruidoso alerta.
El
hombre habla un inglés melódico, de curvado británico, cadente, con esas
construcciones londinenses tan redondamente idiomáticas y en él explica que
“Iván” es una ironía de su madre que ya al concebirlo lo concibió “terrible”.
Lo explica frente al ¿Aivan? con que la mujer pregunta por su motivo de visita.
Inmediatamente agrega con candorosa parsimonia: “visita familiar, duelo”. Trata
de hacerlo en un español duro, quebradizo, con medias vocales que entrelazan
sonidos intermedios. Los fallecimientos son siempre más aconsejables que las
bodas o el reparto de una herencia. Viajar por un muerto es siempre conmovedor,
piensa él, mientras recibe el sellado y sigue su camino, abandonando la fila
frente al mostrador.
Ha pasado
por cientos de aeropuertos, todos más o menos paranoicos y por eso prefiere los
trenes.
En
España ha estado tantas veces que ya perdió la cuenta. Siempre de paso, para
evitarse Francia en las combinaciones porque tiene una cuestión de piel con los
franceses que le resulta imposible superar. O porque pisar España es como
mandar una carta que no tiene despacho de correo o hacer una llamada telefónica
desde un teléfono que no tiene tono.
No
sentía España de esa forma ni Barajas o El Prat le resultaban colmeneros e
insufribles, con su mezcla de idiomas y de razas, esa mezcla de olores y
colores, lo mismo que una feria grotesca donde la gente se empuja ante los
puestos como si los que empuja no fueran también gente que empuja.
— Quizás
deba evitar aún más España de como evito Francia— murmura, cuando el hombre que
lo recibe y luego del abrazo, quiere saber qué tal el viaje.
El
recién llegado habla con éste en su español nativo, abierto, ágil, cálido,
liviano. Olvida el inglés sutil y londinense y regresa a sí mismo, como un
oleaje que arrastrara un fondo de madréporas. Luego de los saludos, emprenden
el camino de salida, a través de la gente.
— ¿Por
eso ni siquiera traes maleta? ¿No quieres visitarme de vez en vez? Tampoco es
que seas habitué, luego de irte de Tánger entre gallos y medianoche.— protesta
el hombre macizo y entrecano, mirando el perfil triste del hombre que camina junto
a él— Y no es que te hayas ido lo que me altera. Es que no hayas vuelto
siquiera por tus cosas, por lo que dejaste de ti en tu casa y mandaras a otro a
recoger cuatro tonterías (tus gatos entre ellas)… como si te hubieras
equivocado de vida y de lugar.
— Lo
hice. Me equivoqué. Pensé que podía manejarlo y luego… en un momento… tuve la
sensación de que estaba forzando cosas que no tengo derecho a desafiar. Era una
fortaleza en una orilla esperando un asalto que no iba a producirse.
El
español robusto mira a su compañero tratando de evitarse una sonrisa atónita
ante lo que acaba de oír. Opta por palmear al otro como quien intenta movilizar
a un niño extasiado frente a un escaparate.
— Vamos…sube
al auto. Estás hablando incoherencias. Siempre pensé que eras de nosotros al
que menos afectaba el jet lag.— murmura, señalando el vehículo.
Imagen by Mark Ward