—¿Llevas esa cosa a todos
lados?¿No temes que se rompa con tanto vapuleo?
La
curiosidad de ella interrumpe la lejanía en la que él se acurruca con sus
mundos. Mientras desvía los ojos hacia la mujer que le habla, piensa, y repite
para sí mismo, “acurruca, como un pájaro tímido que ha olvidado volar”.
Ella
insiste con la mirada sobre la portátil en la que él teclea.
—¿Qué
escribes?– quiere saber– ¿Un informe? ¿Una crónica? ¿Un diario?
Él
a veces también se pregunta qué escribe. Qué es realmente lo que escribe.
—Historias.–
dice.
—¿Te
ayudan a escapar de estos infiernos?– pregunta ella con ansiedad dialoguista.
Él
hace un gesto lleno de vaguedad, de “no importa”, que incluye a la vez otro de
cerrazón y alejamiento.
Con
el gesto aparta a la mujer de esos mundos que ella intenta invadir y en los
cuáles él yace acurrucado. Se reconoce también un poco fóbico a la requisitoria
periodística. Siempre lo ha sido, además. Los periodistas que no saben guardar
su lugar le producen una tirria grasosa de la que nunca consigue liberarse.
La
mujer se acerca. Gatea hacia él entre el desorden del sitio donde están. Le
ofrece un cigarrillo que él rechaza.
—Ah…eres
un chico sano.– dice– Buen chico.
La
lumbre enciende el cigarrillo y las facciones de la corresponsal. En la
semipenumbra el rostro claro de ella aparece a los ojos del hombre como un
altar votivo. El rostro de él, lamido por el resplandor de la pantalla, también
es una emanación de luz violácea en los ojos de ella.
Se
miran uno al otro, en esa brevedad iluminada, como dos dioses de cultos
diferentes. Dos dioses disímiles, un poco endemoniados, revueltos, sucios de
rincones con angustias que les resulta imposible remediar y por los cuales
caminan entre la crueldad y la indiferencia. Deidades menores disfrutando de un
instante de luz sobre un altar en ruinas que se ha prendido fuego.
Los
ojos de él resbalan como una pluma que arde. Bajan con lentitud por las
facciones de la mujer que, displicente, se lleva el cigarrillo hasta los labios
con un sosiego casi reflexivo. Él mira el rostro y la boca, desde la cual el
humo brota lo mismo que una mano que se va deshaciendo hasta volverse parte de
las sombras.
—¿Qué?–
quiere saber ella y suelta una risita.
Él
dice “nada” como si no hablara.
La
mujer recuerda a la otra mujer. La recuerda en el rincón en el que la
encontraron amamantando al niño y recuerda la mirada de él al encontrarla. Una
mirada extraña, entre la ternura, la curiosidad y la lascivia. La mirada de un
hombre que mira la turgencia de un seno de mujer con la codicia de un recién
nacido.
La
periodista recuerda los segundos que duró esa mirada o quizás fueron décimas de
segundos larguísimos, confusos, contradictorios y quizás, hasta por un momento,
bestiales. Luego el hombre salió del lugar como si jamás hubiera entrado. Se
alejó hacia los demás que también revisaban otras casas.
Ahora,
allí, él la mira con la misma mirada y es un animal hirsuto, agazapado, del que
sólo se ven trozos dispares dependiendo de los movimientos de la luz.
Pero
ella ve los ojos o los siente, tan gravitatorios como ingrávidos, rozando con
vigor las sensaciones por las que se acercó al hombre que escribía en el rincón
sombrío. Conoce la curiosidad que da el peligro. El peligro es un hábito
extremo. El peligro es algo que agiganta la vida en los lugares donde la vida ya
no vale nada.
Él
deja la portátil a un costado y atrae hacia su territorio a la mujer.
— ¿Vas
a escribir en tu historia la parte en la que tenemos sexo?– quiere saber ella mientras
apaga el cigarrillo y con la mano empuja sobre el teclado la tapa de la portátil.
– Si.
Es una forma de fuga esto.– responde la boca de él aún mientras el lugar se oscurece–Todos
huimos alguna vez. Todos huimos así, alguna vez.
(Segundo diario del Kurdistán)
(Segundo diario del Kurdistán)
Imagen: Natural light by Dave Kelley