—De
muchacho era un ratón pálido, hocicudo. Una bolsita de huesos que excedían la
carne y se clavaban encima de las cosas. Era una laucha hambreada más que
hambrienta… No es lo mismo estar hambreado que hambriento. Daba ese aspecto de
animal tristón que vive de penuria en penuria y todos corren a escobazos para
evitar la contaminación. Un bicho desgarbado y telúrico, crecido desde su
propia idiosincrasia. Como buen ratón, no cabía en la vida de la gente hasta
que un día me convertí en gato…en este enorme gato que ahora ves. La muerte
puede, de vez en cuando, hacerle a un ratón de Hada Madrina con solamente darle
un susto en una guerra…como me lo dio a mí la primera vez que vi morir pilas de
gente con un solo y único estallido. Ya debería estar acostumbrado y sin
embargo, algo le pasa a mis costumbres. No se dan.
Ella es
una pantera agazapada y sana, como un animal de terciopelo esquivo que espera
en una horqueta. Está serena y firme, con esa piel lustrosa y exigente,
brillosa y aceitada, recogida entre las piernas de su hombre. Inmóvil está
allí, como una bestia tibia.
Lo
escucha hablar y desde su mirada a su lengua hace silencio. Le gusta oírlo
hablar.
Él le
habla en un inglés que a veces es difuso y se mezcla en su boca con suajili o se
sazona con los demás idiomas en los que él habla sólo con la gente que él
habla, porque él solamente habla cuando quiere. Con ella habla a menudo de
todas esas cosas que los unen y que a la vez los separan de todos los demás
hombres que no viven las cosas que ellos viven.
Ella
está allí como una talla de madera alcanzada por un último rayo.
Tiene
ojos enormemente enormes, como si fueran dos lagunas negras naciendo de la sal,
porque brillan así, pupilares, dentro de una esclerótica toda de fuerza azul.
Son dos planetas sus ojos, que han alcanzado la violencia del sol y calcinados,
refulgen con feroz nocturnidad.
Ella
escucha a su hombre con atención de hembra que quiere oír hablar a aquel que la
hace suya. Está desnuda y quieta entre sus piernas, como una gata ciclópea que
se entrega a una cuestión de piel, mórbidamente.
Han hecho el amor hasta extenuarse como si
ella fuera una manada y él un único macho.
Han
hecho el amor como si hubieran decidido repoblar el mundo y repoblarse.
Ahora él
le habla y ella escucha y a veces, con la punta afilada de su lengua de
frambuesa brillante, lame las ingles de él, mordisquea los vellos de los muslos
y sonríe, como la juventud. Pero no lo interrumpe. Lo escucha con una atenta
dulcedumbre.
Cuando
se conocieron él iba envejeciendo de derrotas y ella trepaba por un rayo de luz
al universo mas los dos eran un grito de lo firme.
Ella ha
pasado por tantas desventajas que se entiende con él en los escalamientos que
sacan del abismo y además, sabe que ese hombre que sufre con una desesperanza
de suicida el final de sus años paradójicos, conoce mil y un secretos para
sobrevivir contracorriente. Entonces, ella, que no quiere ser de rama rota, se
aferra a esa sabiduría por los límites que lo mantiene a él atemporal.
Se miran
a los ojos con languidez de perro y entrelazan los dedos de las manos como si
uno al otro se alzaran desde un oleaje en el que están sumersos.
Luego,
él la atrae hacía sí. La levanta de ese mar nocturno e invisible hacia la
tierra seca de su cuerpo y ella, como si fuera un náufrago del que las manos
jalan, repta despacio y apoya la mejilla sobre el pecho de él, donde no duele o
donde en realidad, duele demasiado.
—Siempre regresas herido, pero igualmente, siempre llegas de regreso.
Ella
habla mientras cierra los ojos sobre el compás metódico de la respiración en
que siente como él se relaja y se diluye en su mundo sin sueños.
Se
duermen así.