“Qué extraña eres, bestia de corazón adormilado que escucha fados tristes en el fondo del alba.Qué extraña eres, así pasiva, en una vigilia compuesta por lamentos.Bestia que no te duermes en las sombras y no sales al sol cuando hay jolgorio en los pies de los hombres con descanso en los dientes.Bestia que vibras en esta necesidad por los añicos.Bestia de síndrome exigente, temblorosa de avispas en quietud y feroz como un rayo que cae sobre un monte.Bestia tenaz de singladura negra, que vas mascando carnes desde el desierto al mar y del mar al desierto, como un apocalipsis.Bestia que vas y vuelves por la sangre, dando gritos de enfermo de psiquiátrico, tratando de matar con un filo de olvido, a todos los recuerdos de otra bestia que tiene huesos largos y manos de llover.Duérmete bestia que estás tan sola en tu tumulto hecho todo de una misma bestia, mientras las drogas para no sufrir apagan tu rescate de la furia.”
Hay algo
tardío en el hombre que la mujer mira. Algo que viene retrasado en él. Algo que
se demora en algún sitio.
Lo
observa y no ve un hombre. No sabe lo que ve.
El la
observa también, o piensa que la observa, y tampoco sabe lo que ve.
Se miran
de manera intermitente como los animales que no forman manada se buscan solo
para el apareamiento. O como dos aves, que jamás harán nido pero exhiben, como
el pergolero, sus desesperadas construcciones en paja libertaria.
Ella no
se queja.
Él trata
de imitarla, porque imitarla le parece honrarla.
No hay
demasiado que ofrecer más que el silencio de la sedición. O es de rebelión ese
silencio, que ambos ofrecen casi alternativo, pero sólido. Un silencio
extraordinariamente sólido que ningún ruido quiebra.
Un silencio
que la sangre que va mojando manos, cuerpo, polvo, no quiebra.
Un
silencio que el dolor que va rompiendo todo no quiebra.
Un
silencio que ha enmudecido de pavor al silencio. O quizás lo haya enmudecido de
vergüenza.
Ella mira
a veces al hombre. Él tiene largos ojos de ñu despavorido.
Él también,
alcanza a verla a veces. Ella tiene largos ojos de ñu despavorido.
Pero no
pueden correr ni huir de ese espacio en que se miran uno a otro. No pueden
escapar mas que con sus ojos de ñu despavorido.
Por
momentos dejan de mirarse. Se centran en sí mismos. Buscan su propio eje en la
tragedia y no el eje del otro.
Entonces él
siente que claudica en su carne y en sus ojos de ñu despavorido y que es ella,
con sus ojos de ñu despavorido, quién le alecciona sobre resistencia.
El
silencio les trepa por la furia. El silencio es una pobre furia que se
arrastra. La única furia que los mantiene vivos.
Él
recuerda músicas que casi no recuerda y se aferra a esas músicas que casi no
recuerda. Se aferra, con su espanto de ñu despavorido.
A qué se
aferra ella, él no lo sabe.
Mientras
mira sus ojos –cuando puede recobrar los suyos y mirar de nuevo los de ella– piensa
que ella ya se fue de ahí. Que se ha ido tan lejos que sus ojos no pueden
seguirla ni alcanzarla.
Ella es
un ñu hembra que ha huído del guepardo que se la devora.
Nada
sucede, más que la evasión.
Ella lo
mira. Él canta. Los guepardos que los devoran, rugen, insatisfechos y
terribles.
Él canta
vaya a saber qué.
Ella sonríe
un poco porque él canta, como si los dos vivieran otro mundo que no les queda
ahí, en sus ojos de ñus despavoridos, con que siguen mirándose.
Luego
sucede algo y regresa el silencio.
Ella mira
la sangre con sus ojos de ñu. Él no la mira más. Parece muerto.
Los
guepardos se alejan del festín. Hay carne destrozada en todas partes y los
guepardos se alejan del festín.
La manada
ha escapado de las garras que ellos, ñus de ojos despavoridos y voluntad
extraña, han enfrentado.
Ella
rompe la soga como si rompiera su condición hembruna y se arrastra para mirar
a través del ventanuco.
Desde el
exterior que ha analizado, regresa su mirada hacia la carne rota sobre el
suelo.
—Están en
un corral.– le dice a él, pero sus ojos de macho ñu ya no responden a sus ojos
de ñu despavorida y Kioni insiste– No es hora de morirte ¿me oyes bien? Esta no
es tu hora de morirte.
Se acerca
y habla alguna cosa sobre hienas. Sobre la hiena alfa. Sobre el licaón alfa. Conversaciones
que recuerda que ellos tuvieron antes. Las repite con fruición y énfasis. Algo
dice también sobre los ñus. Dice “yo nunca seré un ñu”.
—Ponte de
pie…Vamos, ponte de pie…–le grita a él que se ha demorado en otra parte que
casualmente no está allí.
Kione
solloza encima de la sangre y lava el coágulo que tapona la vida.
—Mírame…y
por favor, muérete después.– dice con suavidad y de sus ojos de ñu despavorido,
apenas cae un río, todo lágrimas, sobre los labios de él– Levántate, levántate,
levántate… Tienes que levantarte…Te he visto hacer cosas peores. Te las he
visto hacer.– se aferra a los recuerdos.
Luego Kioni
regresa al ventanuco estrecho y otea ese alrededor que está en silencio. Analiza
con sus ojos de ñu y su olfato de ñu, el viento del verano.
Él
entreabre el ojo que le queda y ve ese cuerpo de madera ardida, de árbol
alcanzado por un rayo, de talla en algún recio mineral oscuro, que agazapado
observa el exterior.
Se le
antoja brutalmente pantérico, prístino, absoluto. La piedra que se mueve y se
transforma en vida, como un golem de savia.
Él, de
repente, se olvida de su cuerpo. Olvida allí su cuerpo en el dolor y es una
voluntad apenas que se acerca al ventanuco. Es una voluntad casi incorpórea.
Luego
sucede todo, pero él casi no sabe que sucede.
Los
muertos se resbalan de sus brazos desnudos y de sus manos que ya casi no están.
Manos, cuchillo, dientes, todo es una vorágine tremenda y repentina hecha toda
de ñus que sobreviven, comiéndose violenta y desesperadamente a los guepardos.
Él mira a
Kioni que es un ser veloz igual que un río. Es un ser veloz igual que el Tana,
que corre vida abajo y vida arriba como un desborde oscuro que devora.
Y él
desborda con ella y la manada, hasta que la estampida arrasa todo.
Solo
quedan los ñus, en el ancho esqueleto de la sangre.
Sólo
quedan los ñus.
Han
destrozado a cornadas al guepardo.
Él se
sienta por fin, tuerto y patético, tan patético y manco y desdentado y pobre. Se
sienta, miserable, encima de un cadáver de guepardo, como en un sillón cómodo
mientras la hembra absoluta se pasea como la mejor bestia de la tribu.
Le deja
el final de la rutina, porque su plenitud de hembra combatiente es superior en
ese momento a la de él. Le deja a ella el final, porque la decisión final hace
a la honra en el mundo difícil de los líderes.
En
realidad, le deja la venganza. "Nada es superior a una hembra que decide
ajustar cuentas", piensa. Y jamás será él quién impìda que la cuenta de la
vida acabe en orden.
—Ialâ,
guys. Ya no nos queda nada por hacer– les dice a los demás ñus que ha vuelto a
liderar.
El médico
corre y lo sostiene para emprender la marcha.
Kioni se
lleva la mano hasta el cabello con ademán marcial pero lo último que él ve, es su sonrisa.
(De: El pájaro de seda - fragmento de la tercera parte)