“Durante varios años permití que el destino me pensara una muerte y la eligiera sin demasiadas dudas. Quería que eligiera para mí una muerte formal, almidonada, en correspondencia con la profesión del tipo que moría.Pero el destino no planeó mi muerte. No la colocó nunca en sitios ponderables sino más bien oculta, transformada en un casi. Mi muerte tiene casi la cara de la muerte..El destino prefirió ir quitándome las ganas de vivir.”
—La
película es de Akira Kurosawa.– dice el Sr. Hiroishi que discute de cine con
Albart en esa cueva alegre donde se han acostumbrado a beber de tarde en tarde
una cerveza opaca que jamás está fría.
Entre los
dientes les crujen trocitos de sambusa porque según Albart, nadie, ni Mamá
Muudi, consigue un sabor piri-piri como el de ese despacho de bebidas
donde él nutre su repertorio de petacas y relaja sus tardes bochornosas
hablando con amigos.
El
suburbio se ha acostumbrado a ellos y no les desconfían. En cierto modo, esa
especie de ente solidario les da una legendaria seguridad a su condición de
refugiados, como una especie de fama humanitaria que mantuviera a salvo a las
personas de un lugar insalubre.
Los de la
Delegación sólo están ahí, como el paisaje, participando junto a los habitantes
del suburbio, de la vida modesta en que se mueven.
Albart se
entretiene filmando anécdotas que pasan delante de sus ojos. Sostiene que en
cierto modo se siente un documentalista pero que los documentales no alimentan
su bien ganado abdomen y por eso prefiere el periodismo.
—Tú
pídete ugali…que como estás…–bromea con Lahyani– tu boca no resiste estos
trotes.
Levanta
entre los dedos el bocado de sambusa y sonríe. El bocado se hunde en su sonrisa
y los labios se mueven, ampulosos y rojos, ahítos de sabor.
El Sr.
Hiroshi mira hacia el exterior y bebe, con un gesto apacible. Los momentos de
paz le vienen bien a su temple sereno y meduloso. Mira la calle con sus colores
y sus vacíos o con sus gentes que caminan y riñen y bromean. Mira los chivos,
las vacas, los lánguidos camellos, el mundo al que un buen día se mudó,
siguiendo los impulsos de Lahyani, “porque al hombre aquel hay que seguirlo”,
explica siempre si alguien le pregunta cómo es que terminó en ese lugar, cuando
conversa con antiguas amistades acerca de las variadas especies de orquídeas
que ya no puede atesorar allí.
El Sr.
Hiroshi, sin embargo, no posterga su vocación de ecologista y en los ratos en
que no porta armas, enseña a los huerteros de ese suburbio anodino cómo obtener
mejores productos de esa tierra terrible en la que siembran.
Hiroshi
es un hombre que sabe. Cada vez que habla, sabe. Su color es el verde y quizás
por eso, su uniforme es siempre más verde que el de los demás.
Cuida de
Lahyani como de un animal joven e indócil. Un fogoso animal imprudente al que
hay que guiar sin molestar para evitar su brusca rebeldía. Lahyani se apoya en
él. Es algo tácito. Algo establecido desde la juventud. Se apoya en él como
también en Bezdin y los tres tienen un amigo lejos que también los apoya, pero
que está cansado del vivir errabundo y ha decidido transformarse en Drácula,
aislado y lejano en un castillo en el que toca un órgano de pipas que consiguió
en Amsterdam.
—Nosotros
cuatro somos los únicos que nunca nos cansamos. No nos cansamos. Siempre
pensamos que algo se puede hacer.
El Sr.
Bezdin responde a una pregunta de Albart mientras mastica. Albart pregunta
también por otros dos que conoció en Somalia: “los hermanos Greenpeace, los
australianos”, le dice el periodista pero Bezdin está atareado hablando con
la mujer del mostrador y preguntando la receta de la salsa picante con que
acompaña los trocitos de cordero asado que tanto lo fascinan.
Bezdin es
un hombre que entiende de respeto y anda con ese formato por la vida. Un
caballero claro, melancólico, que un buen día se volvió aventurero por obra del
azar y es buen cultor de la cocina étnica. También estuvo cansado un tiempo
largo en el que decidió ponerse un restaurante “en el que le iba bien”,
dice, cuando regresa de memorizar la receta de varias salsas a cuál más
picante, "pero aprendió a aburrirse de esa vida burguesa de sonreír todo el
día y juntar cobres".
—Me
estaba haciendo un espíritu obeso.– dice al cabo y explica a los demás el
secreto de aquellos gustosos piri-piri.
Neimann
en cambio es fogoso, pero definitivamente triste. Es un hombre tan triste que
parece pálido.
Tiene un
perfil resuelto, expeditivo, locuaz cuando se tercia y riguroso siempre.
Práctico hasta la insensatez no creadora, parece un matemático cuyo idioma es
un ábaco.
—Yo no sé
hacer otra cosa más que esto.– le confiesa a Albart, que los reportea de uno en
uno, como un juego entre amigos.
Neimann tiene
una voz espesa, hecha de erres que le chirrían en la expresión y el gesto. Por
el tono de su voz alta y potente parece que mandara, aun cuando susurra. Mira
todo de lejos, como si el mundo entero le hubiera pasado ya varias veces por
los ojos.
Los cinco
levantan a un tiempo las cervezas que acaba de traer la mujer de atrás del
mostrador.
En el
brindis central, mientras chocan las botellas con un modesto estrépito, a Lahyani
se le antoja que entre los cinco sostienen una antorcha olímpica al grito de:
¡Por África!
(De: El pájaro de seda)