"Por la tierra resbalo como el gris resbala por el cielo en las tormentas. Una tormenta en gris, que se resbala."
O
un pájaro caído, pienso después, mientras giro el cuerpo con el caño del fusil
adherido a los labios.
Tengo
esa costumbre.
Lo
aprieto contra mí y soporto el caño con los labios en un beso de olor picante,
frío, contaminado de lubricante y pólvora.
El
olor del arma empapa el olfato y tiembla entre las manos como el olor de una mujer
que también tiembla entre mis manos, tantas veces feroces, cuando intento
acariciar la piel desnuda. Todo lo desnudo está indefenso.
Estoy
un rato así, tendido, con el arma-mujer sobre mi cuerpo y su boca en mi boca,
sostenida casi sobre el filo de los dientes y la rigidez mordiente de los labios,
apretando sus partes que disparar enciende de calor, igual que a un cuerpo encienden los orgasmos.
Respiramos.
Jadeamos. Esperamos. Corremos. Resbalamos. Jadeamos. Respiramos.
El
olor del arma me intoxica, me droga, me despierta las voces del rugido, igual
que una mujer me las despierta con sus olores íntimos y sus sabores bruscos a
pelo y a sal, grasa y almizcle, carne cruda y metal, pescado y hambre.
Cierro
los ojos y me abandono a la seducción suave, a la succión del juicio por lo que
todo mi cuerpo se estimula, mientras ahora giro, suavemente y apoyo el vientre
en el olor a tierra que se pega a la sudoración.
Disparo.
El
francotirador hace silencio y el silencio es un hábito que rueda por el morbo.
Le
hago un gesto a la tropa y continuamos el camino por ese territorio interrumpido
por la vida y la muerte de las cosas.
A
veces tengo erecciones al matar.
“Alto
psicópata” diría alguna gente que no entiende los secretos del ramo.
(De: Poiesis de las barcas - ciertos diarios de Hyde)
Imagen: Álbum de la tropa