Apendicitis crónicas (las páginas colgantes)
TEORÍA DE LA PROSA - IRRESPONSABILIDAD DEL VERSO - IMAGINACIÓN DEL ENSAYO - INCERTIDUMBRE DE LA REFLEXIÓN
Sucederse
Este violento yo que te acontece
como un rayo de sombra en el alero
y te trae fantasmas
con mochilas de sangre hasta los gritos
se acurruca en tus aguas temerarias
de espíritu del fondo,
húmedo espíritu con el que llora el día
su voluntad de náufrago.
Devuélvele a la mano de la herida
el don de acariciar.
Se la curva imprudente,
la ola víctima
de este rocoso espíritu de nadie
abandonado.
Algo tengo de bueno en algún lado
-además de tatuajes--
A tu vera de sal
llegan las cartas comidas por los peces.
Ya no hablo.
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No poeta,
Sangroteka del Cuervo
El guión de Congoja
Pródromo de la cuarta parte
Observaba el
ventilador con fruición, casi con obsesiva tozudez.
Daba vueltas
sobre su cabeza con un ruido monótono a bujes que andan mal. Giraba y el ruido
se volvía una secuencia necesaria, algo que el oído reclamaba en proporción al
aire en movimiento que refrescaba con suavidad la piel ardida.
Las sombras de
las aspas figuraban -en sus desplazamientos oscilantes- alas solemnes. El ventilador
era un verdugo probo, metódico, tacaño, que giraba sobre sí, con la misma voz,
las mismas
preguntas, la misma exacta emisión de aire. Era un idioma que
colgaba del techo. Una especie de morse, torpe y ventoso, que le caía a letras –desde
otro alfabeto que no reconocía– encima de la piel.
El insomnio
siempre había participado de los hábitos de Roguiel y a veces, no le bastaba el
mar para vencerlo.
El insomnio y el
ventilador formaban la dupla apremiante, en ese interrogatorio de sí mismo.
Hacían, ambos, uno de policía malo y otro de policía bueno. El bueno era el
ventilador, que de vez en vez, le daba esa tregua dulzona, aireada, tartamuda.
—No, no…–le
había dicho al de la inmobiliaria donde consiguió aquella casa rara, aromática,
caliza y verde, cuando decidió que era el tiempo de liberar a Musa del
perjuicio que podía ocasionarle la prolongación atemporal de su estadía– el
aire acondicionado me hace mal…– en realidad había utilizado la palabra “daño”,
porque los idiomas oscilaban en sus significados, igual que el ventilador con
sus ruidos– Y no quiero teléfono…No, no. Sin teléfono.
La casa era de
esas casas que les hubieran gustado a sus mujeres.
Una casa
profunda, lujuriosa, reverdecida por una desquiciada cantidad de plantas que habían
crecido sin cultura, porque llevaba tiempo sin ocuparse y todo aquel verde
violento y cálido había impuesto su señorío en el patio interior y bordeado la
fuente que se oía clamar por su libertad de agua, desde todas las habitaciones.
Con las puertas
abiertas al cielo de la noche, dialogando con sus espacios nuevos, percibiendo
los hálitos antiguos de aquella construcción llena de tapices y de flores
demasiado intensas, Roguiel podía casi evaporarse.
—¿Por qué nadas
en la oscuridad?..– le había preguntado alguien un rato antes, cuando salió del
mar con la sal de la noche en los cabellos.
Pero él no tenía
esas respuestas. Solamente obedecía sus instintos, como un buen animal. Obedecía
a la extrañeza autóctona de su naturaleza de todos los mundos de este mundo. Entonces,
se metía en el mar con la noche espejada y total, como quién necesita
encontrarse con tesoros en una geografía toda mágica.
Se dejaba
modelar por el mar y por su oscuridad salina, intransitable, como si entre el
mar y él hubiera un antiguo pacto de devoluciones.
El ventilador
ejercía su gruñona perversidad de policía bueno y desconforme, mientras una
leve agitación en las cortinas hablaba desde lejos, como una suave tormenta
milenaria, de otras costas, allá, desde las que llegaba la señal de internet y
se veía la luz.
—¿Por qué tienes
que ser tan repugnantemente correcto?¿Por qué no usar lo que hay?– le había
preguntado David, cuando lo acompañó en aquella mudanza serena de una notebook,
una valija y un gato en una caja de veterinario– ¿No quieres comprometer a Musa,
verdad? Tú sabes que lleva años hasta el cuello y ahí sigue…
Roguiel no había
respondido a aquellas palabras. En realidad, a todo respondía pocas cosas.
—Porque es mi
amigo.– dijo, casi media hora después y luego de varias cosas dichas en el medio,
de modo que David Rojas estuvo un largo rato pensando a qué correspondía
aquella respuesta, dentro de todo lo conversado.
En el aire
sonaba Tufrial, en la interpretación de Uri Caine.
Roguiel pensó
que esa y sólo esa podía ser la música de fondo para el argumento que acababa de consolidar.
Obtenido aquel pensamiento, se
permitió dormir.
(De: El guión de Congoja)
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Discontinuo
Ese aroma a pan
quieto, tostado y quieto, le detuvo un momento la memoria. No solía ser ese el
olor del pan, allí. O sí, y era él quién no había reparado antes en esa
amabilidad del aire, ese bienestar frágil, de recuerdo infantil.
El aire, envuelto
en aroma a pan tostado y especias, iba arrobándole de a poco los sentidos, impidiéndole
la concentración e invitándolo a una mansa marea de hachís que su voluntad no
eludía.
Pensaba en la
mujer con la misma sensible persuasión de aquel aroma a pan que le golpeaba los
labios con corrientes tibias, territoriales, onduladas.
Pensaba en la
mujer con el instinto, con la lengua, con el gesto.
Saboreaba a la
mujer con el ceñido movimiento de los labios que seguían, ajenos, el ritmo
intermitente del pensamiento, correspondiéndolo con mohines casi involuntarios.
Tal como pensaba
en la mujer, su mano la apartaba, tratando de regresar, obstinada, al teclado.
Roguiel esperaba
una respuesta que no se producía en la pantalla.
—La conexión es
pésima– le había explicado antes a su interlocutor para evitar la video conferencia
y además y por el momento, prefería no mantenerla activa sino solamente en casos
como aquel, estrictamente necesarios.
Eran esos baches
de silencio entre la solicitud y la respuesta, en los que la mujer surgía, como
el pan, de un aire perdurable y místico, al ritmo de la necesidad de pisar
firme.
Imaginaba a la
mujer durante el espacio carente de respuesta y, en un gesto involuntario y típico,
extendía los dedos hacia sus ojos. Apretaba entonces, con el pulgar y el mayor,
los lagrimales, curvado el índice sobre la nariz, como si todo aquel movimiento
de su mano se convirtiera en una máscara que le evitara ver o imaginar.
Pero mantenía la
vista en la pantalla, el pan en el olfato, la mujer en la mente y el cremaster.
Luego se frotaba
el rostro con ambas manos abiertas, como si lo enjuagara de tantas sensaciones
que no tenían que ver con las preguntas que acababa de hacer sobre las dos
fotografías de “los que no sirven” que había enviado previamente por el teléfono
móvil.
A su piel
regresaba la mujer. No podía enjuagarse de ella el alma y quizás, se notara en
su forma de responder cuestiones que el interlocutor consultado, monitor
mediante, le hacía sobre su propia situación allí.
—Estás extraño,
Roguî– repitió la línea en la pantalla, algo que su interlocutor ya le había
dicho cuando él le mencionó la calidez del pan montada al aire que lo
circunscribía.
El interlocutor
había escrito “Ja,ja…¿te pasa algo?¿tú romántico, hablándome de pan?¿es algo
que tengo que…entender?
Y él había
refutado en la línea siguiente: “No, sólo hay olor a pan”.
“Pues ya es una
ventaja. Recuerdo que en nuestra última visita predominaba el olor a podrido” había
respondido el interlocutor y agregado un nuevo “ja,ja,ja”.
Sentía a la
mujer mientras sus ojos perdían los contornos de las cosas, fijos y abstraídos en
una nada turbia, hecha de vértigos.
La mente
disparaba sus conjuros por dentro del cuerpo, levantando los vellos,
ensalivando la boca, agitando, menudamente, la respiración y bloqueando al
mismo tiempo el diafragma con un dolor de contusión vieja que no sella.
Roguiel respiró
profundamente, venciendo la sensación de ahogo y transformándola en una
promiscua y exaltada, en que la mujer era un artificio de luz entre sus manos.
“Lo tengo. No
vas a creer esto, Roguî…Dios está contigo, hermano…Y de qué manera” decía la
línea que le interrumpió el terco manoseo de un cuerpo que no estaba.
Leyó en la
pantalla con actitud de felino dispuesto a dar un salto y lentamente, su boca
se distendió en una sonrisa ácida y ceñida.
“Ahora…¿vas a
decirme que te pasa a ti?” insistió el interlocutor.
“Congoja…Sólo
congoja” escribió Roguiel.
Cortó la
comunicación sin despedirse, volcando sobre el teclado la tapa de la laptop.
(De: El guión de Congoja)
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Poema 2
en el viento asediado de vacío
vivo como una rama,
y en medio de enemigos sonrientes
mis manos tejen la leyenda,
crean el mundo espléndido,
esa vela tendida."
Julio Cortázar