“Fue
durante las guerras que se retiraron los veranos y solamente nieva y nieva y
nieva. No sé si habrá verano más allá, porque eso no puede saberlo nadie. Hay
que salir al viento y caminar por los bosques helados mucho tiempo, mucho
tiempo, no sé cuánto es el tiempo que hay que caminar ni sé que tan lejos
estará el verano o si todo será igual que aquí.
Aún
hay árboles en el bosque y hay osos y lobos y hasta ciervos del hielo y zorros
fríos que se confunden con la luna. Tenemos animales de pelo y pájaros y los
árboles han aprendido a fructificar también bajo la nieve.
La
vida es un hábito que todo lo resiste...”
Levantó los ojos para observar esa
vida que acababa de describir y que se sostenía en una gélida gesta victoriosa
en el afuera y también en ella, aunque no consiguiera recordar los veranos o
recordar si había presenciado a lo largo de su vida que el verano existiese.
Sí había presenciado muchas cosas
que luego también había anotado, porque alguien debe llevar los registros de
las historias de todos y a ella le gustaba escribir.
También le gustaba leer sus libros
de historias a los niños que se apiñaban en la escuela, para que ellos supieran
por qué la aldea estaba protegida por la muralla y por qué el Gran Espejo de
hielo parecía no tener fin más que en un cielo con el que se juntaba. A veces,
en sus ojos se confundían ambos y no sabía cuál estaba abajo y cuál arriba o
por qué surgían otras aldeas lejanísimas que duraban instantes.
Pensaba que el cielo las depositaba
sobre el mar helado, como si jugara a confundir los ojos de los observadores de
la distancia. Las dejaba allí un momento, brumosas como montones de pedruscos
que parecieran de lejos construcciones o efímeras montañas y luego las sustraía
nuevamente, las llevaba a otro sitio, se las dejaba a otros, engañándolos
también. O quizás fuera el viento que no
cesa el que se las robaba a todos.
La primera vez que divisó una de
aquellas aldeas voladoras, tenía quince años. O alguno más o alguno menos. Eso
tampoco podía recordarlo. Pero recordaba la aldea que acababa de bajar sobre el
espejo de hielo y se agitaba allí, temblando como si todas sus edificaciones
fueran de aire cálido.
– Mira...hay otro pueblo sobre el
horizonte.– dijo, emocionada.
Él estaba con ella y por eso quizás
ella recordaba haber visto la primer aldea voladora. Ambos de guardia con la
nieve desapareciendo las fronteras del día y amontonándose hasta comerse las
cabañas, que ellos, helándose como un cristal entumecido bajo el magro reparo
de la casamata, jugaban a adivinar entre tantos montículos que apenas humeaban.
Ya tapó la casa de tal...ya no se ve la casa de cual...
– ¿Hay otro pueblo?
Ella percibió una atónita inflexión
de alborozo mientras él enfocaba con el ojo de vidrio lo que ella señalaba.
Estuvo un rato observando y luego volvió a bajar el catalejo.
– Eso que ves no existe.– murmuró.
– ¿Cómo puede no existir si lo estoy
viendo?
– Porque no vienen pájaros desde
allí.
Ella sintió deseos de llorar. Esos
deseos que pertenecen sólo al desamparo y que rayan con ser algo inexistente
para el resto del todo.
Con el correr del tiempo se
acostumbró a que fuera cierto lo que todos los mayores decían.
“Nada
hay más allá de la muralla. Sólo el Último Enemigo, si algo queda hacia aquel
cardinal. Hacia el opuesto, hacia el Gran Espejo, todo yace vacío bajo él, que
tampoco sabemos hasta donde llega en su inmensidad.”
Sólo el Último Enemigo, como un ser
anchuroso y repetitivo que ocupara todo el resto del mundo que podía divisarse
desde las casamatas hacia lejos y del cual las Brigadas de Jóvenes protegían la
aldea y sus contornos, como un entusiasta juego de guerra.
“Sin
embargo los jóvenes no sabíamos jugar. Íbamos con armas a todas partes.
Jugábamos a matar al Último Enemigo una y otra vez y en cada movimiento que el
paisaje hiciera lo matábamos, y esa era nuestra gloriosa responsabilidad y
diversión, debajo de la nieve interminable y arrollados por el viento que no
cesa...”
Se interrumpió por una nueva vez y
sus ojos cansados y lacustres rememoraron visiones de ese entonces.
– ¿En qué piensas, abuela?..
– Sigue contando, abuela.
– Pienso en la primera vez que vi un
pez de hielo.
Y dudó si acaso no estuviera soñando
haberlo visto o el pez fuera parte de alguno de sus cuentos para nietos, que
conformaban los restos de la historia de la aldea.
“La
vida continúa. También tenemos peces que nadan bajo el hielo. Van y vienen
entre las aldeas que el cielo deposita sobre el Gran Espejo y ésta, la nuestra,
privada de la condición de volar.
Algo
debe quedar sobre la tierra para honrar la vida”
(De: El viento que no cesa)