El tabernero se inclinó hacia la parte baja del mostrador y todos escucharon un largo sonido a gato lastimado que se desmembraba en un acorde extraño, hasta que el hombre levantó el pequeño acordeón y lo colocó a la vista de los que se habían reunido en la taberna.
Las bocas de los varones sonrieron y las mujeres dejaron escapar suspiros juveniles y nostálgicos y risas parecidas a un alto alboroto de gaviotas.
—Y también tengo esto aquí guardado.– prosiguió el tabernero y sobre la barra colocó un violín y una armónica.
Enseguida hubo música.
Los hombres se tomaron de los brazos y danzaron en redondo, igual que las mujeres en el centro de aquella rueda que levantaba polvillo del piso entablonado, mientras en el aire de frituras y leña, las voces marcaban el compás al igual que los tacos de las botas.
A Irena, las manos de Rima la habían arrastrado a aquel festejo. La habían empujado y arrastrado, como a un rito pagano y paradójico, después de tanto miedo.
Cuando llegaron ambas, la gente en la taberna festejaba la vida, un rato más de vida, un día más del pueblo, un instante de estar aún sobre este mundo.
Georgianas |
Cuando el primero de los milicianos que regresaban bajó a la cripta, escuchó un rezo largo, interminable, como un río que anduviera allí abajo sin ser visto y que le mojara a él los pies con sólo su murmullo.
—Llegaron los suministros.– dijo, desde la boca del subsuelo, percibiendo a la enfermera que guardaba aquel lugar, con un fusil hallado entre las camas y los jergones– Pueden salir...y baje eso, sestra. Está encasquillado. Todos los que funcionan los tenemos nosotros.
Pero nadie salió del agujero aquel por el que andaba el río invisible. Nadie salió de la inamovilidad en que el miedo los tuvo retenidos, hasta que otros milicianos iguales al primero se asomaron diciendo también que nada había pasado, que sólo era el convoy de suministros que llegaba dando traspiés por la planicie y que habían logrado detenerlo antes de que lo hicieran las minas.
A pulso habían traído por “el corredor de Tibor” las cosas necesarias para seguir viviendo y a pulso habían nutrido el almacén para que el pueblo no muriera de hambre.
Eran aquellos, esos mismos hombres que Irena veía danzar ahora, en ese corro tosco y al mismo tiempo, liviano e infantil.
Se preguntaba como era posible pasar desde el terror a la alegría, desde el llanto a aquellas carcajadas, desde morir a estar vivo, en tan sólo un movimiento del ajedrez del alma. Y cómo el alma resistía aquellos cambios, para poder reír una y otra vez, como si jamás hubiera padecido un miedo irracional y demoledor como el de aquella tarde.
“Baila, sestra, baila”, la alentaban las mujeres y los hombres, a los que el alcohol teñía por igual de ásperos fantasmas saltarines.”Baila, sestra, baila” y las manos la arrastraban como a una gama indócil, que se negara a integrarse a la manada. “Baila, sestra, baila” y la rodeaban y la seducían con sus pasos cruzados y sus golpes de taco y sus voces rasposas y jadeantes y sus gritos de guerra y de bandera.
Ella bailó. Se unió a las mujeres y bailó.
La taberna giró en sus ojos castaños como un remo-lino hecho todo de luces titilantes y de bocas sonrientes, que cantaban y se movían en un espacio que Irena sintió como la felicidad. Algo así, como ese roce de los brazos y ese revoltijo de polleras y esos golpes de palmas, debía ser la felicidad. Un jolgorio de espíritus en paz que pueden embarcarse en la alegría.
Bebió de los jarros de aguardiente que le ofrecieron y ayudó a entonar al coro de mujeres canciones populares que su media lengua nunca había aprendido.
“Canta, sestra, canta” decían ahora los hombres y las mujeres y los músicos buscaban en su memoria de músicos, ritmos de la melancolía del corazón. “Canta, sestra, canta”.
Irena se quitó los zapatos incómodos y sólo con las gruesas medias de lana, bailó un ritmo de su patria al compás del acordeón que un miliciano ejecutaba cantando con voz grave y húmeda en una jerigonza fonética coreada por largas onomatopeyas.
Cuando, agotada por el ritmo y el alcohol, ocupó tambaleándose casi, una banqueta contra el mostrador, percibió cuán poco hacía falta para ser feliz y olvidar todo lo ingrato.
—¿Usted no festeja?– preguntó, con los ojos chispeantes, mirando al comandante Jael que reclinado contra el mostrador, observaba toda aquella celebración como si ocurriera detrás de una vidriera que él no podía traspasar.
Los ojos oscuros se inclinaron hacia los de la enfermera con la misma mirada que ella recordaba de la cabaña.
—¿No baila, comandante?– insistió ella, armada con la locuaz impertinencia del alcohol– No baila, no canta...Es usted un aburrido, un amargado, un triste que vive sólo para la guerra.
Él se llevó el jarro hasta los labios, como si no la oyera y permaneció así un largo rato, hasta que Tibor llegó con la guitarra que había heredado de su padre y que no tuvo tiempo de aprender a tocar.
Entonces, un silencio suave como pelliza dulce se acomodó en los hombres frente al primer rasguido y el polvo levantado por la danza fue bajando despacio, desde el aire, como si todo hubiera estado esperando aquel sonido para quedar inmóvil.
El comandante Jael cantó con suavidad para todos sus hombres que se fueron volviendo melancólicos como los niños que no tienen juguetes.
Los hombres abrazaron a sus mujeres y a sus muchachas que se acostaban por hambre y que también los abrazaron mientras bebían y escuchaban y ocupaban las sillas, el suelo y los rincones de las cosas cálidas.
Todos cantaron luego, mansamente, mientras se apagaba la luz de los quinqués y el cansancio les ganaba los ojos, como arrullados por una nana que no tenía idioma.
A través de sus ojos somnolientos Irena vio difuminarse los últimos colores, apoyada en un hombro del comandante, hasta que lentamente comenzó a soñar.
(De: La muerte desde el páramo- ed. 2012)