Tan aceitoso como embetunado,
Domingo era petiso, muy petiso y muy flaco, aunque tripudo como un pez barrero
o un chiquito de Biafra, con una calva brillosa y grasa rodeada de pirinchos
erráticos, separados por la misma grasitud de la calva o por mugre atrasada que
le daba aún peor aspecto.
La abuela lo llamaba “el petiso
ese”.
Cuando hablaba de él, su rostro
transmutaba hacia una fealdad agresiva y neurótica. Su mano de acariciar se
volvía un gancho rabioso que señalaba con saña la puerta de entrada. Decía: “no
quiero ese diariucho en mi casa”, como si rugiera desde un agua ronca,
quebradiza, electrizada por miles de pirañas con hambre.
Luis Casterán recibía “Nuestra
Palabra”, el órgano de prensa del Partido Comunista, porque Luis Casterán había
decidido esa militancia más por un romanticismo idealista que porque lo
sedujeran las directivas rusas.
Era obrero, hijo de otro obrero
también idealista, al que el anarquismo –según decía la abuela– le había
ocupado de tal manera el corazón que hasta la expulsó a ella de él y bajaba la
voz para decir aquello de “a mí y a su hijo nos expulsó del corazón de Santo el
anarquismo”. Un día lo mataron. El anarquismo, entonces, también la dejó viuda
y extranjera.
Crió sola a su hijo, porque era una
mujer de fe rotunda y de iglesia diaria.
Santo, desde la tumba, pudo más que
el Rosario y la Novena y Luis se fue transformando (como su padre hubiera
deseado) en un batallador aspirante a la justicia social y a la igualdad frente
a la ley –convertido en una bestia de tracción a sangre–.
Los ideales lo hicieron comunista,
no el Partido. La juventud, la época, las ganas de servir a los demás lo hicieron
comunista, no el Partido.
Pero el Partido le mandaba ese
folletín magro, con páginas de papel prensa que olían a tinta de mimeógrafo de
altillo. Un clandestino bicho de papel que “el petiso ese” filtraba bajo la
puerta, amparado en las sombras nocturnas, como un virus o un gas neurotóxico
que llegara apremiante desde la Primera Guerra, a la trinchera en la cual la
abuela resistía.
La abuela repetía: No quiero ese
diariucho en mi casa.
Luis tiraba los cubiertos, la
servilleta, la rabia, todo como un paquete encima de la mesa y a tientas en la
oscuridad atravesaba la casa para abrirle a Domingo y recibir lo escrito con
ese penetrante olor a tinta fresca, como si el diario humeara un elixir
urticante, furioso, que se pegara a los ojos y las manos que entraran en
contacto con él.
Domingo olía como su folletín u olía
peor, a rancio, un rancio olor dulzón y pegajoso que en comunión con la tinta
picante formaba una cataplasma en el olfato.
Tenía una voz finita, de gallo
ahorcado, chillona como el color rojo que usaba en los labios la puta del
pasillo que lindaba con la casa de la abuela y que le hacía sonrisas asombrosas
a Luis, cuando él llegaba de la fábrica.
Las sonrisas de la puta lo ponían
incómodo delante de su hijo, aquellas veces en que iba a buscarlo a la escuela
él y no la abuela. Entonces lo empujaba hacia el interior, con un manotazo
sólido, diciéndole casi con rabia imperativa: Andate adentro, Lauchita, andá
para adentro.
Domingo esperaba que Luis abriera la
puerta, siempre mirando alrededor como si lo corrieran los fantasmas.
Lauchita había visto aquella escena
todas las veces en que su abuela lo mandara –porque como era una “lauchita” no
se veía pancita abajo arrastrándose por el corredor– para impedir la entrada
del diariucho por debajo de la puerta.
Entonces, Lauchita se arrastraba en
la oscuridad y ponía las manos contra el espacio entre la puerta y el piso, de
modo que el folletín se trabara y Domingo no pudiera meterlo en la casa.
Domingo probaba una y otra vez,
mirando como loco a todas partes, nervioso y lleno de rabia, maldiciendo con su
voz finita que se afinaba y afinaba como un hilo estirado. Insultaba, gruñía,
amenazaba.
—Ia va a ver...cuando le diga a su
padre...Ia va a ver la que le espera cuando le diga a su padre que me hace
ésto. Io sé que está ahí, Lauchita. Io sé que es usted.
Pero las manos eran un dique sólido
en la oscuridad, una pared, una muralla.
Domingo se retiraba al fin,
amenazando con su voz de gallo que se ha quedado ronco y que además es tuerto
–Lauchita se lo imaginaba así– y se alejaba por la calle, llevándose su miedo a
los fantasmas y Nuestra Palabra, en un morral oscuro que le colgaba sucio desde
el hombro.
La abuela surgía de las sombras,
abría los brazos y decía: muy bien, Lauchita, muy bien. Yo no quiero ese diariucho
en mi casa.
Los brazos de la abuela eran como
toda una casa entre las sombras.
(De: Zonas inexactas)