Serán sus ojos de estatua de madera, ojos enormes, despedazados ojos que incendian su cara o sus labios reacios, pulposos y reacios a expresar otra cosa que la condición de labios de una herida ¿irreparable? No lo sabe. No sabe tampoco si puede afirmar eso de lo irreparable de las cosas después de tanto ejercitar la resiliencia.
Yo debería saberlo, piensa y vuelve los ojos a los ojos que pasan por la vida abrochándose a ella como hojas de un legajo suelto, la negrita no mira, piensa, no ve, observa el universo desde el lugar del no pertenecer, entonces, todo es esa rígida, autista indiferencia teñida de un sabor tan negro como la piel en la que habita y el silencio negro que envuelve lo negro que le toca en esa tarde en que lo único gordo del Congo son los buitres, piensa, los buitres, los gallinazos, como les dice Huarky cuando se aburre y hace puntería sobre las malas aves y va muda ahí dejando sus cadáveres atrás, lejos de esa ruta de tierra por la que el camión avanza a barquinazos, entre esos hombres que la miran sin codicia, la miran como si se hubieran robado un ídolo de ébano y lo estuvieran custodiando con religiosa reverencia, todos van mudos porque todos han dejado atrás cadáveres de niños soldado que harán desaparecer los gallinazos y los bichos que huyen hambreados del estruendo con que avanza la muerte por lo verde.
Uno se acostumbra, piensa y después piensa que igual le pasa algo adentro cuando acierta en el blanco y al llegar a recoger las armas halla un niño. Irreparable o no, halla un niño y traga muchas cosas con los ojos y con la garganta y se amuralla y dice “go” o “iâla, iâla” y arrea o no arrea a los demás, y por esa independencia que tienen los sentidos entre sí, alcanza a oler perfumes, tierra, lluvia, árboles maravillosos y oleadas a podredumbre de cadáveres ya esparcidos más lejos en algún punto del por allí entre las pajas altas al que sus ojos no acceden pero su olfato sí y luego, escucha pájaros.