Mi suegra tiene una manía similar a la de su hija, mi ex esposa anglo-etíope. Guarda fotos.
Cuando conocí a Ruth, ella portaba una Pentax.
A la relación de mi ex con su cámara fotográfica podría aplicarse el dicho de que el bereber negocia la mujer pero jamás el caballo. Con su cámara sucedía eso. Era una extraño injerto al final de sus manos, que hacía click, fishhhh, click, fishhhhhhh, todo el tiempo, como parte de un idioma destinado a interrumpir el nuestro.
Ruth revoloteaba a mi alrededor igual que una mariposa de esas grandes y obesas que ejercitan su arte de seducción bailándole a los bombillos eléctricos. Así, como inmersa en una danza sufídica, me tomaba fotografías desde todos los ángulos posibles.
Con el correr del tiempo y de las fotos, logré convencerme de que no encontraba aquel en que yo luciera fotogénico.
Mis momentos trágicos eran el nutriente de su pasión más inmoral, por lo cual, prefería esos para hacer periodismo gráfico con la derrota humana.
Mi suegra guarda todos esos retratos de la infelicidad como se guardan los retratos de los hijos que arrebata la guerra. Los atesora en una caja de té, donde se van poniendo perfumados.
— Esta es perfecta. – dice – Te ves tan humano.
La fotografía está entre las primeras, en la pila de crónicas pasadas.
Supongo que pertenece a mi visita de hace unos meses, cuando Ruth consiguió atraparme con una Canon de última generación, llorando frente a la tumba del rabí.
(De: Hojas de sombra)