Según Radio Tanzania, soy tal como él me recuerda: “Un hombre en el que lo único que no ha enflaquecido es la voluntad. Parecería que de Somalia a hoy lo hubieran disecado a tormentas”.
Da la orden de corte y sonríe.
—A tormentos, no a tormentas.– lo corrijo.
—Tú déjame y te haré famoso, coronel. Te haré famoso.– dice, mientras abandona el micrófono en el camión y revisa todos los bolsillos de su viejo chaleco de fotógrafo, buscando la petaca.
Tiene ojos agrisados, pequeños y vivaces, que se desgreñan mirando a los que salen de la iglesia, igual que su cabello se alza como alas pesadas y grasientas a un viento hecho todo de humo y pólvora.
Varias mujeres llorosas se abren del cuerpo general de esa especie de procesión de fantasmas y se acercan.
—¿Quién es el negociador? – quieren saber.
Alguien les hace un gesto hacia nosotros del que holandés se aparta también, con otro gesto que lo exima de estar.
Yo evito las miradas, las presencias. Hago que hago algo conmigo mismo, como ordenar mis armas o soplarme los mocos o secarme el agua interminable de esta llu-via potente que no cesa de gotas ni relámpagos.
Uno de mis hombres me señala otra vez. Es casi como si me acusara.
La mujer colorida se me acerca. Me toma las manos y las besa, pero yo se las quito antes de que lleguen a sus labios porque adivino el gesto y le digo: no, no, no, con la cabeza y sin la boca.
Ella llora y sonríe, me sonríe detrás de una población de lágrimas y me aprieta con sus dos manos un brazo.
—Era la próxima.– me dice otra mujer mientras la que llora sin poder hablar, se va alejando. Lleva una niña de la mano.
Yo sonrío. O pienso que sonrío durante algo que no es un segundo mientras es-cucho otra voz de mujer que pregunta con una exigencia casi cruel por el negociador.
—Soy yo.– le digo, porque mis hombres la ven descontrolada y le cierran el paso.
La liberan y ella se aproxima.
Su mano es tan caliente y tan certera como el dolor de un látigo que me estalla de pronto en la mejilla.
Mis hombres se abalanzan. La separan, la empujan, le gritan, la amenazan con las culatas y los cañones de las armas. Mis hombres son feroces como hienas con miedo.
—Es la esposa del último.– me explica la misma mujer anterior, pero me evita y se evita la palabra “rehén muerto” porque en el código, todo se entiende bien.
Como a través de un vidrio la veo gritando por sus ojos, negros y descontrolados de lágrimas, como si no tuviera sonidos el espacio, mientras mis hombres la empujan a donde el resto es asistido. Ella sigue gritando de frente a mí. Veo su boca que se mueve, su puño que se mueve y al niño que arrastra en su otra mano, que la observa clamar, mientras mis hombres siguen empujándola hacia el grupo, como a un animal rabioso y díscolo.
—Pero salvé a tu hijo…– le grito sobre todos y nuestros gritos chocan en el aire, por debajo de un trueno.
Ella me mira ahora y se retira, quitándose del empujón las manos de mis hombres.
Todo queda en orden, menos yo.
Imagen: Chess by Havdae